viernes, marzo 02, 2007

Las verdades de Kapuscinski


Luego de su muerte, mucho se ha discutido acerca de las mentiras de Kapuscinski. Una discusión muy válida, considerando la importancia que tuvo (y tiene) el periodista polaco. Pero que verdaderamente no alcanza a opacar lo que hizo el autor de Ebano y El Emperador. Las críticas vienen básicamente de periodistas burócratas que lanzan sus dardos desde sus cómodos asientos en Nueva York o en Europa y que mientra Kapuscinski denunciaba el genocidio en Ruanda, que mató a 800 mil personas, ellos se alegraban de haber agregado un nuevo artículo a sus códigos de ética. Verdades duras y verdades a medias. El "realismo mágico" de Kapuscinski es evidente en la mayoría de sus obras y nunca estuvo destinado a cambiar el sentido de la historia. Ahí están despiertas e irrefutables las perversiones del Sha de Irán -que muchos periodistas estadounidenses callaron-, la miseria de la Africa post colonial o el preludio de la masacre de Darfur, que hoy sacude (en silencio) el sur de Sudán. Qué duda cabe que Kapuscinski exageró. Pero su testimonio fue valiente y comprometido. Para comenzar el año con Periodismo, este relato inédito publicado por El Pais Semanal.

Por Ryszard Kapuscinski
Todas las mañanas, después de despertarme me tomo uncafé y salgo a dar mi paseo. Son las siete. Recorro lacalle en la que vivo, la Prokuratorska, en dirección ala Wawelska. Paso junto al consulado británico: antela verja, a esta hora, ya espera un nutridísimo grupode personas. Pasan allí la noche, duermen en loscoches, en los céspedes, en los bancos: han venidopara solicitar un visado. Enseguida sé que estoy en el Tercer Mundo. Tamañas aglomeraciones no se dan ni enOslo ni en Berna, pero sí en Kampala y en Kuala Lumpur.
Los habitantes de los países más o menos pobres -comoPolonia sin ir más lejos- ofrecen su barata mano deobra; los países ricos se defienden, tienen de sobradonde elegir. Hambrientos, aunque no tanto como parano poder moverse (como mis miserables del Sahel),intentan tomar por asalto a Occidente, donde, si selogra conseguir un empleo, aún se puede ganar un buensueldo (un vecino de mi madre, pan Kucharski, unalbañil ya entrado en años, preguntado un día cuál erasu mayor deseo, le respondió sin pensárselo dos veces:"¿Sabe, señora?, sueño con ganarme un buen pellizco,¡aunque sea una sola vez en mi vida!").
El anhelo de un buen sueldo no se limita al simpledeseo de llenarse los bolsillos. Al fin y al cabo, setrata de una necesidad de autoafirmación: asídemostraré públicamente lo que valgo, qué lugar ocupoen el escalafón de la jerarquía social. La preguntapor los ingresos es, sobre todo, una pregunta por mipersona: cómo me ven y califican, en cuánto meaprecian. Justo detrás del consulado está el cruce entre la Wawelska y la avenida Niepodlegosci, lugar donde seencuentran los límites de tres barrios: Mokotów,Ochota y Sródmiescie . Tengo delante, enfrente de lasede central del Instituto de Estadística, el edificioen que vivió antes de la guerra el autor de Genteclandestina, el gran maestro masón y senadorsocialista Andrzej Strug. Fue en su piso donde Witkacyconoció a Czeslawa Okninska, el último amor de suvida. Corría el año 1929. Una década más tarde, en1939, partieron juntos rumbo a Polesia. Allí, en unbosque cercano a la aldea de Jeziory, cometieron sudoble suicidio (al que sin embargo ella, salvada atiempo, sobrevivió). Cruzo la calle Wawelska y entro en los Campos de Mokotów.
Veo desde lejos la sede de la BibliotecaNacional, siempre en obras. Llama la atención que,antes de empezar a erigirla, habían levantado todo unconjunto de edificios y sólidos barracones para albergar a los burócratas de la empresa constructora,como si hubiesen asumido de antemano que la Biblioteca-tampoco gigantesca que digamos- tardaría años enedificarse, cuando no generaciones enteras. Y enefecto, ¡no se equivocaban! Los despachos de la administración rebosan de oficinistas desde la primerahora de la mañana, mientras a pie de obra, en un andamio ya corroído, se ve un solo albañil y, un pocomás allá, un segundo obrero mezcla un puñado deargamasa en una hormigonera desvencijada. Ahora (estamos a finales de mayo) me adentro en laverde exuberancia de los Campos de Mokotów. Aquí,junto al cruce de la Wawelska con la avenidaNiepodlegosci, habían construido en 1945 un pequeñobarrio de minúsculas casas unifamiliares de madera,conocidas como finlandesas.
Poco después de la guerranos concedieron una de ellas, porque mi padre trabajaba entonces en la Empresa Social deConstrucción. Aquella estrecha casita, sin cuarto debaño y sin calefacción central, era un lujo, el colmode la felicidad, pues hasta entonces habíamos vividoapiñados (una familia de cuatro personas) en una diminuta cocina de la calle Srebrna, en medio de los escombros, en los terrenos ocupados por unos almacenesde cemento y ladrillo, cerca de la vía muerta llamadaSiberia (en tiempos, de allí partían transportes dedeportados a Sibir).Nuestra casita (la dirección: Colonia núm. III, casanúm. 6) estaba situada junto a un terraplén de arenadel que, en invierno, los niños bajaban en trineos. Enel mismo terraplén, en 1935, se había colocado lacureña con el ataúd de Pilsudski. Desde aquel sitio elMariscal recibió su último desfile, antes de que elcortejo fúnebre partiera en dirección a Cracovia, alcastillo real de Wawel. Enfilo un sendero que se adentra en la hierba -a esahora de la mañana, plateada por brillantes gotas derocío-, flanqueado por altos chopos. Recuerdo cómo losplantaban justo al terminar la guerra; aquellosarbustos frágiles y quebradizos se han convertido enunos árboles esbeltos y robustos. Y me topo con ungrupo de manzanos, perales y ciruelos; precisamenteahora florecen, exhalando un olor fuerte y dulce. ¿Un huerto? ¿Aquí? ¿En un parque público? Sí, porque se trata de árboles que había plantado alrededor de su casa el señor Stelmach, un tranviario y también, comose ha demostrado, estupendo jardinero y hortelano.
El señor Stelmach ya está muerto, pero sus árboles siguenen pie, y sus manzanas, peras y ciruelas las recogeránen verano los niños del barrio, así como los borrachines de tres al cuarto que acuden a este parajepara apurar una botella de vino barato. Lamentablemente, mi sendero también pasa cerca de unlugar muy triste. Hoy es un bonito prado, peroentonces, después de la guerra, era un lodazalarcilloso de cuyos surcos, aquí y allá, salían cuatropalitos de madera atados con un trozo de alambre. Tal cosa quería decir que en la tierra había una mina. Y recuerdo el día en que, yendo a la escuela, aún mediodormido y helado de frío, vi un niño pequeño sentadoentre aquellos palitos, y antes de que me diera tiempoa espabilarme y pensar cualquier cosa, de repente viun haz de fuego, oí un estruendo seco y agudo, y vicómo aquel niño se inclinaba, se encogía y quedaba inmóvil. Enseguida se oyeron gritos y empezó un gran trasiego de gente; habían salido los vecinos de las casas colindantes, pero cuando llegamos al lugar de laexplosión, el niño yacía muerto, en medio de un charco de sangre. Debió de ocurrir aquí, junto a este chopo.Pero ¿dónde exactamente? Alrededor no hay más quehierba, en todas partes igual de exuberante. Entro en la calle principal de nuestro barrio. Sellama Leszowa. No está asfaltada, ni tan siquieraempedrada. Negra, cubierta con polvo de carbón, cuandollueve aparece llena de charcos sucios, como de brea.
En medio de la calzada está tumbado un chucho negro. Siempre está allí, y siempre tumbado. Cuando paso a sulado, me ladra. Sin moverse. Los suyos son unos ladridos pasivos, displicentes; podría dar la impresión de que el perro no es un ser vivo, capaz desentir, sino un juguete de cuerda ladrador. Es como siyo, al caminar, pulsase algún botón invisible queaccionara un mecanismo de ladridos apáticos y de primentes. A ambos lados de la calle Leszowa se extiendenparcelas. Antes, en cada una había una casa de madera,pero a mediados de los años setenta echaron a la gentey las vendieron por cuatro chavos a altos cargos delrégimen de Gierek. Ahora se las puede contemplar allídonde veranea la vieja nomenclatura. Eso sí, a losantiguos habitantes les dejaron el terreno. Todoofrece ahora un aspecto muy pobre. Las vallas están hechas de cualquier manera, ya deramas, ya de trozos de alambre, ya de herrumbrosamalla metálica. Los cobertizos que se levantan enmedio de estos pequeños huertos tampoco se presentanmucho mejor. Cada cual los construía como podía. Sitenía tablones, de tablones; si tenía hojalata, dehojalata, aunque también hay paredes de cartón gruesoo de aglomerado, incluso de tela asfáltica. Los que lograban hacerse con una brocha y un bote de pintura,y además poseían el llamado sentido estético, pintabancon sumo cariño esas chapuceras instalaciones desaficionado. De manera que hay cobertizos amarillos yde color celadón, azules y rojo ladrillo, aunque predominan los verdes. Las más de las veces -y éste es el rasgo que comparten- esas manos de pintura, en su día frescas yvivas, hoy aparecen descascarilladas, desconchadas,deslucidas...
Sin embargo, la verdadera poesía de lafealdad y de la pobreza -aunque al mismo tiempotambién una fantasía asombrosa y una especie dehappening plástico- se halla en las portillas queconducen a los huertos. Hay varias docenas, todasúnicas y diferentes, extraordinarias en sus birriososdiseños y formas.De la calle Leszowa tuerzo a la izquierda y llego a unsucio barracón de color gris, de ventanas pequeñas yoscuras, como de una cárcel. El barracón forma partede la cochera de cubas sépticas. Muchos de estoscamiones cisterna están permanentemente aparcados, yapor falta de personal, ya porque no hay piezas derecambio o dinero para el combustible. La Biblioteca Nacional y la empresa metropolitana de saneamiento sondos instituciones que, una pegada a la otra, tienensus sedes en los Campos de Mokotów. La sombría pared del barracón de aspectoconcentracionario la tapan en verano las altas yexuberantes bardanas. La maleza, aunque tosca y poconoble, resulta sin embargo mucho más agradable a lavista que la tapia de los talleres de la cochera,oscura y salpicada de barro y aceites de engrase. Apenas se acaba la tapia, aparece un viejo vertedero.Viejo, porque, crecido junto a la cerca de la empresa metropolitana de saneamiento, lleva años en este lugar, un lugar por donde a cada hora pasan camiones sépticos y que, para mí, constituye motivo de una ininterrumpida reflexión en torno al misterio delraciocinio humano. Y más concretamente, en torno a un defecto que acusa, a saber: la falta de conexión entrever y actuar. Y es que lo ven, lo ven todos los días,y, sin embargo, pese a disponer de una columna devehículos de limpieza, no hacen nada. ¿Por qué? ¿Qué significado encierra esa inacción? ¿Qué secreto? ¿Qué enigma? ¿Qué les impide poner manos a la obra? El tema es apasionante. Dicho sea de paso, la entrada a la calle Leszowa también exhibe un montón de basura. El contenido de las dos montañas, aplanadas ya por la lluvia y eltiempo, es muy parecido.
Trapos, entre ellos uno azulmarino y otro rojo (funda interior de una almohada deplumón), lo que queda de una gabardina de señora,zapatos podridos, vacías botellas de vodka, de vino,de cerveza, latas de conserva herrumbrosas, un cerrojoy un muelle igual de oxidados, jirones de papel, dehojalata, de plástico, un taburete roto, un cubo agujereado, un lavabo hecho trizas, o tal vez sea unataza de váter. Quién sabe qué más puede haber allí;todo vertedero es como una imaginación enferma,desnaturalizada y degenerada: sin límites y sin fin. Salgo a un camino lleno de polvo y arena. En su díaera una bocacalle de la Wawelska, y seguramente sigue siéndolo, pero hoy aparece horadada y levantada: en elfondo de una profunda zanja colocan una gran tubería.¿Colocar? Es mucho decir, pues en realidad resultaharto difícil detectar progresos en la obra. Es cierto que ya desde lejos diviso varios obreros y unaexcavadora. No puedo decir que no haya ninguna actividad. La hay, y constante; no paran de caminar,inclinarse, contemplar. A veces incluso puede sucederque la pala de la excavadora se empotre a fondo en latierra, que alguien grite: "¡Wladek, ven pa'cá!", quealgún otro colega empiece a dar martillazos en elresistente suelo. ¿Y luego? Nada. Luego todo siguecomo ayer y anteayer.Cada vez que me dejo caer por ahí, paso junto a unmundo aparte, insensible a todos los seísmospolíticos, a todas las tormentas y conmociones, a los valores cristianos y los dilemas europeos. Ahí suena siempre la vieja música. La misma danza a ritmo lento,bailada en círculos y al son de la melodía de toda lavida, con pasos archiconocidos, invariablemente cautelosos, no vaya a ser que se levante polvo o sederrame una gota de sudor. Ahora puedo ir hacia la izquierda o hacia la derecha.
Si elijo esta segunda opción, primero tengo que rodearun enorme hoyo de hormigón, lleno de basura: entiempos había allí un lago artificial, quizá inclusouna fuente. En cualquier caso, había agua. Recuerdo sugran superficie brillando al sol, a gente pasandohoras sentada en los bancos, a niños correteando a lolargo de la orilla del estanque... Más allá empiezan prados y árboles, la parte máshermosa del parque. Hay castaños, nogales y abedules,fresnos y alerces. Y mucha luminosidad cuando luce elsol. Y silencio. Tanto, que casi no se oyen loscoches. La ciudad se ha alejado y desaparecido, haaflojado su garrote, permite que descansemos de ella.

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal