martes, abril 10, 2007

Caparrós y el compromiso


Darfur es hoy lo que Ruanda fue hace más de una década. Las circunstancias históricas y el número de muertos los diferencias, pero la cobertura periodística (para que hablar la conducta de la ONU) los iguala. Darfur está en las profundidades de Sudán y el genocidio del gobierno central sólo se hizo conocido cuando alguna cadenas de TV estadounidense y un par de diarios europeos comenzaron a relatar las matanzas que milicianos pro gubernamentales realizaban impunemente. Pero poco y nada. Hoy la gente muere, como en Ruanda, y los medios no han corregido la desidia de la comunidad internacional. En esta entrevista publicada por la revista Dossier de la Facultad de Comunicación y Letras de la UDP, Martín Caparrós habla de compromiso y de periodismo. De la ética y la obligación. De dar lo que quiere el público o entregar un testimonio que abra las mentes y los ojos. Dicotomía ingenua y a veces engañosa.


En tus crónicas y libros, has reflejado la condición humana. ¿Cómo ha influido ésta en tu trabajo?
Soy un sorprendido profesional. Tengo un gran entrenamiento en sorprenderme, porque es la herramienta que necesito para encontrar qué contar. Necesito ser capaz de asombrarme de muchas cosas para ver después la forma de narrarlas. Por otro lado, hay amigos que me han dicho que yo era una especie de optimista, que creía que la gente era mucho mejor de lo que es y que había tenido la suerte de no ver demasiado los aspectos más negros de las personas. Supongo que quizás eso sea cierto y por eso me sigo sorprendiendo cuando veo cosas como estas. En el viaje que hice recientemente a Liberia realmente tuve la sensación de no conocer que somos tan mierda. Ahí escuché cómo algunos guerrilleros detuvieron una caravana de refugiados y sortearon la vida del hijo de una mujer embarazada o cómo molieron en un mortero a la abuelita de uno de los pasajeros para después comérsela. En Moldavia, oí la historia de un hombre que le negó a su mujer estar infectado de SIDA hasta que fue demasiado tarde y terminó muriéndose ella también. Y tantas otras cosas. Me sigue sorprendiendo que seamos así. Tal vez soy un idiota del siglo dieciochesco que piensa que tenemos que ser mejores.

Siempre has tenido una visión crítica del poder y la sociedad. Al escribir, ¿eres purista o buscas que esa historia golpee al lector, como te golpeó a ti? Sartre decía, por ejemplo, que un texto debía ser capaz de detener una bomba de napal.
No tengo especial confianza en los efectos en que pueda producir, pero sí muchas veces quiero que eso forme parte del efecto que puedo lograr. Quizás no cambie nada, lo más probable es que no logre cambiar nada. Pero tengo una especie de posición –ni siquiera diría ética si no estética–, pues me parece espantoso desde un punto de vista estético que el mundo sea así. Entonces no puedo no tratar de hacer algo para por lo menos contar cómo es. Si después alguien puede hacer algo con eso, tanto mejor.

¿Te puedes desvincular de lo ético en temas como Liberia o el Sida en Moldavia? ¿Es una crítica tan sólo estética?
Es una sensación estética. Me resulta, como te decía, intolerable que el mundo no pueda ser más armonioso, más justo, más digno. Si quieres llamar a eso ética… llámalo cómo quieras. Yo lo llamo estética.

A simple vista, las audiencias jóvenes son diferentes a las de los ’60. Aparentemente ya no existen búsquedas amplificadas o pasiones extremas. ¿La literatura comprometida ha sufrido con estos cambios?
No lo creo. Hubo unos años, a fines de los ‘80 y principios de los ‘90, en que nació una literatura como reacción frente a los excesos de la supuesta literatura comprometida, que muchas veces era muy idiota. Entonces ciertos escritores decidieron ser lo más liviano que podían. Pero eso ya pasó. Últimamente leo textos en los que no hay nada de esa liviandad, si no una escritura muy fuerte. Lo que ocurre es que no tiene por qué existir siempre una temática sobre problemas sociales. En la última novela de Santiago Roncagliolo –que es un chico muy joven que ganó el premio Alfaguara [por su novela “Abril Rojo]–, él trata de contar ciertos efectos de la época de la guerrilla en el Perú, o sea, eso que sería clásicamente social. Pero en una novela como El Pasado, de Alan Pauls, que tiene el premio Herralde, ocurre todo lo contrario. El compromiso no tiene que ver con abordar o no problemas sociales, si no con tratar entender las emociones: las formas del amor, las formas del odio. El error sería pensar que el compromiso es hablar solamente de la lucha de los pobres por la riqueza. El compromiso es tratar de poner las bolas en cada cosa que uno hace: hacer las cosas como sino pudieras hacer ninguna más, ninguna otra.

¿Crees que las historias que eran interesantes hace años siguen siendo interesantes ahora o ha cambiado el interés de los lectores, especialmente de los jóvenes?
Los casos en los que la condición humana llega a ciertos límites siguen interesando, y la desgracia es que esas historias no son tan escasas como uno cree.

Pero la irracionalidad no es tu único tema.
En el interior hay historias que son interesantes, desde otra mirada. Por ejemplo, el entierro de un viejo campesino en medio de la puna. Entierran a campesinos todos los días, eso no tiene nada de extraordinario. Entonces la cuestión es tratar de ir ahí, de mirarlo, de pensarlo, de escucharlo y contarlo de una manera que lo haga interesante. Esa es un poco la labor del cronista.

Algunos editores, especialmente en Estados Unidos, han plateado con ironía que pronto los temas de más interés serán un gato con tres cabezas, el pasatiempo de una prostituta o la vida íntima de Robbie Williams. Ellos ponen el foco en que, tal vez, nuestra capacidad de impresión va disminuyendo y la fuerza de las historias humanas también.
Sigo creyendo que no hay malas historias, si no malos cronistas o malos periodistas. Por supuesto que una historia buena te ayuda muchísimo. En El Interior, por ejemplo, incluí una crónica sobre una fábrica abandonada. Ahí no hay mayor emoción. Simplemente es la ruina de un frigorífico, es una ruina al lado del río, pero es también un fragmento del libro que a mí me gusta mucho y en la mayoría de las presentaciones que he hecho –varias en la Argentina– termino leyendo esa historia, aunque en el libro hay otros relatos más extremos, supuestamente mucho más impresionantes. Yo prefiero leer esa historia y la gente responde muy bien.

Y, ¿cómo has evolucionado tú? Porque de la anarquía extrema has ido transando –lo que parece lógico- en ciertos momentos de tu vida. Cuando tuviste a tu hijo dijiste: “Bueno, ahora tengo que tener un sueldo fijo”. ¿Sientes que tus temas, en las crónicas y en la literatura, han experimentado el mismo cambio?
No, porque no creo que haya cambiado mucho. Como tú decías, cuando nació mi hijo yo dije: bueno, me tengo que convertir en un hombre de bien para que no joda. Y fui a buscar un trabajo serio y, de todas maneras, de ahí en más nunca duré más de un año en un mismo trabajo. Seguí siendo el mismo chiflado de antes. Si me quieres preguntar sobre ciertos principios que no sé si llamar anarquistas, pero que se relacionan con hacer una crítica de cualquier forma de poder, nunca renegué tampoco. En ese sentido he cambiado poco y no creo que eso haya producido grandes cambios en lo que escribo.

¿Le temes a los actuales cambios culturales? Me refiero no sólo a Internet. Mario Vargas Llosa le escribe columnas a Jack Bauer, protagonista de 24, serie que también te gusta… ¿Te preocupa esta diversificación, especialmente en un momento en que, incluso en Argentina, la gente lee menos libros?
No, no le temo. Es ago que sucede, pero no me parece particularmente mal. Yo no soy un soy un purista del libro. Me parece que el libro, y el que esté escrito, es una de las infinitas formas de contar. Por supuesto, es mi forma de contar y estoy totalmente implicado con ella, pero no quiero que dure para siempre, ni creo que su eventual desaparición sería una catástrofe para la humanidad. Hasta el 1500 ó 1600 no circulaban libros, había muy poquitos libros, los leía muy poca gente y la cultura existía y florecía. Y bueno, durante 400 y 500 años habrá habido libros y entonces, en algún momento, los libros dejarán de existir y empezarán otras formas de relatos que serán tan interesantes como esa. En ese sentido no me preocupa y me parece que esa es la dirección en la que va el libro: hacia un consumo cada vez débil. Pero los libros seguirán ahí hasta que se invente otra cosa.

¿Has hecho un stop en tu vida para preguntarte quién es Martín Caparrós en términos narrativos? ¿Has evolucionado en estos años?
Sí, mucho. No sé si involucioné o evolucioné, pero sin duda he cambiado. Tengo menos urgencia por demostrar cosas cuando escribo. Cuando uno empieza a escribir quiere demostrar lo inteligente que es y la cantidad de cosas que sabe. Por eso yo escribía tantas palabras cuando escribía. Después fui captando todo mejor, me fui tranquilizando y me parece que ahora escribo con más serenidad y con más economía. Así, hace cierto tiempo encontré algo así como un estilo que me parece mío.

Por tu manera de distanciarte de las estructuras de poder, ¿cómo has manejado la relación con las editoriales del control que ejercen sobre las agendas de los escritores?
Yo no trabajo para una editorial; le vendo el resultado de mi trabajo a la editorial que a su vez trata de venderlo. Sé que vivo de esto ahora y lo hago con placer, porque no tengo que hacer cosas que no me interesan para ganarme la vida. Vivo de los libros que escribo en general, pero detestaría creer que escribo pensando en eso. Es cierto, hay muchas maneras más eficientes de ganar dinero que escribir libros. Y por más que a veces me de miedo esa tentación, siempre trato de vigilar mucho no caer en ella, porque sería tonto, no tendría sentido. Nunca escribí un libro porque me pareciera que se pudiera vender. El tema es más bien que hago lo que me da la gana de hacer en el momento.

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