Cebrián: diarios, periodismo y futuro
En marzo cada acción de Prisa valía en la bolsa de Madrid, menos del valor de un diario. Con 5.300 millones de euros en deuda y vencimientos altísimos, el que fuera el grupo medial más importante de España hoy está sumido al borde de derrumbarse y con un futuro más que incierto, incluso si la propiedad del comglomerado cambia. El grupo País creó un modelo de negocios en que el pago por contenidos era el fuerte. De hecho, sólo el 1% de sus ingresos viene de la web, a diferencia de diarios como el NYT que llegan a un 12%. Junto con esto, la caída publicitaría en España se triplicó en 2009 y Prisa ya no es el regalón del gobierno socialistas. De todas maneras, Cebrián es una bestia periodística, que incluso es capaz de retroceder en su propia retórica y asegurar, entre otras cosas, que "los diarios se sustentan en un sistema del siglo pasado". Esta y otras cosas dice quien fuera el director de El País y hoy su consejero delegado en una entrevista a Esquire en español.
Por ANDRÉS RODRIGUEZ / DIEGO MARTIÍNEZ
Por ANDRÉS RODRIGUEZ / DIEGO MARTIÍNEZ
El número 32 de la Gran Vía madrileña es un monolito de poder con proa de transatlántico de hormigón y mascarón con angelote incluido. El edificio, vecino del imperio telefónico de César Alierta, albergó las primeras proyecciones del cine Imperial allá por 1935. Ahora emite señales de radio y consignas de izquierda civilizada. En el panel de mandos, Juan Luis Cebrián, Consejero Delegado del imperio Prisa, quien, a seis meses de cumplir los 65 tacos (tradicional edad de la jubilación), lucha por reinventar una “multinacional cotizada” 22 meses después de la muerte de Jesús de Polanco (para Cebrián, simplemente Jesús Polanco, sin la “de” de referencia). El vientre del edificio se accede por varios orificios (a Prisa no todo el mundo entra por el mismo sitio). El 32 bis es el de los miles de periodistas y ejecutivos que habitan y alimentan a la bestia a diario. Su mirada se cruza con las rebajas de las rebajas de uno de los hombres más ricos del mundo, Amancio Ortega, al que no sé si por cosas del destino o porque todo le importa un carallo, instaló hace años en las pantorrillas del imperio mediático un Lefties; una tienda de ropa con taras, vaya. El reverso del búnker es su faz más divertida: putas de esquina en la calle Desengaño, yonkies manejados por dealers de patera, una parroquia de mirones entre sex-shops de neón y guardias jurado que vigilan la puerta de atrás, la de los mensakas ecuatorianos y periodistas más vivos que prefieren sortear paquetería a que los jefes controlen cuántas veces bajan a escaquearse con un café y un rubio. La entrada buena, la de los tornos pulidos, el 32 fetén (la otra no deja de ser un bis), es la que esquinea con Barco.
La puerta de los ministros que madrugan para ronronear su voto en la Ser, los ejecutivos internacionales que –vestidos de Calvin Klein– cruzan el charco y camuflan su jet lag para discutir la venta de alguna emisora o periódico latinoamericano que las está pasando canutas. También es la puerta de las vendedoras chinas de bocatas que brofesión,tan como setas cuando cierra el McDonald’s, la de los miles que hicieron cola para descojonarse con Gomespuma en M80 o para sentarse como claque en El Larguero (rá-rá-rá). También fue la mía durante más de quince años.
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