miércoles, octubre 17, 2007

Aprender de la historia


Cuando Turner Catledge, jefe de redacción del New York Times en los setenta, se atrevió a plantear su teoría del news analysis, los puristas del periodismo se lanzaron en picada en contra del hombre -por todos admirado- que rompía con la separación entre información y opinión que hasta ese entonces dominaba los diarios del mundo. Catledge tenía razón y el análisis dejó de ser patrimonio de las revistas. El periodismo en general ha avanzado sobre la base de conjeturas con base lógica, pero que rompen con la comodidad de la costumbre. Por eso en los últimos años, muchos medios han sido incapaces de entender que internet y su mundo sin protocolos ha marcado un nuevo y definitivo quiebre en el periodismo. Catledge reaccionaba a la penetración de la televisión, como Fogel lo hizo a internet y Jann Wenner a la contracultura de fines de los sesenta. El siguiente ensayo describe las características que han hecho (proceso que no termina) del periodismo estadounidense uno de los mejores del mundo. Pete Hamill es columnista del New Yorker.

Por Pete Hamill
letraslibres y ee.uu
En aquellos días de principios de los sesenta teníamos la impresión de estar escribiendo la historia a toda prisa. Trabajábamos en los diarios de Nueva York y pensábamos que la palabra “periodista” resultaba pretenciosa. Incluso las mujeres se llamaban a sí mismas reporteras. En aquel entonces había siete periódicos de publicación diaria, cuatro matutinos y tres vespertinos. Yo trabajaba en el New York Post, un diario liberal editado por Dorothy Schiff, pero tenía amigos en todos los demás periódicos. En la redacción todo el mundo fumaba. Y casi todos iban a determinados bares al terminar la jornada.

Los bares fueron nuestra escuela de periodismo. Trabajábamos en un gremio, y los artesanos más viejos nos enseñaban lo que ellos mismos habían aprendido a golpe de experiencia. En ocasiones, la lección de la mañana, acompañada de whisky o cerveza, era una cuestión de mero detalle. Como Verrocchio enseñándole a Leonardo cómo pintar una pestaña en un estudio del Renacimiento en Florencia. “¡Nunca comiences una oración con la palabra ‘eso’!”, espetaba un viejo corrector, señalando tu texto en el periódico. “¡Sustantivos concretos! ¡Verbos transitivos!”
Entre la gente de prensa había pocos debates teóricos extensos. Casi todos despreciábamos la ideología, a la que considerábamos un sustituto del pensamiento y no un pensamiento en sí. Para los periodistas más viejos, aún estaban frescas las vívidas lecciones de la década de los treinta. Por nuestra parte, despreciábamos la ideología de derechas, porque éramos lo suficientemente mayores como para saber lo que reaccionarios como Hitler, Mussolini y Franco habían traído al mundo. Y no confundíamos a los reaccionarios con los conservadores: Joe McCarthy no era un intelectual descendiente de Edmund Burke. Los conservadores no creían en la perfectibilidad del hombre, y pensaban que en una democracia era necesario fijar límites a las utopías. Los reaccionarios, empero, veían todos los problemas como clavos que debían ser golpeados con martillos. Es decir, no eran muy distintos de los comunistas.

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