martes, noviembre 28, 2006

Kaplan y los mundos cerrados


Este es un ensayo de Robert D Kaplan, uno de los más importantes colaboradores del Atlantic. En él hace una crítica al periodismo actual y repasa algunos textos que dieron valor para acercar mundos lejanos a la perspectiva occidental. Kaplan, un conservador criticado pero prestigioso, ha recorrido buena parte del planeta -especialmente el Medio Oriente- retratando entornos y sociedades que, en su opinión, los medios tradicionales han abandonado. Este texto fue publicado en el aniversario número 10 de la revista colombiana Malpensante


Por Robert D. Kaplan
Conocer el futuro es fácil, si sólo estuviéramos dispuestos a ver el presente. En la década de 1980, una cosa era enterarse sobre Afganistán a través de informes noticiosos fugaces y esporádicos; otra, ver junto a lo que podría ser considerando un puñado de periodistas cómo los aviones soviéticos y las minas antipersonales mataban diez veces más afganos que toda la gente muerte en el Líbano una guerra con lo que la mayoría de las organizaciones de noticias estaban obsesionadas. Una cosa era ver CNN en directo mientras el Muro de Berlín caía; otra, oír de ello en la entonces Yugoslavia pocas horas después de haber visto a los albaneces tirarle botellas a la policía serbia. Una cosa era oír de boca de los académicos, a principios de los noventa, sobre las perspectivas alentadoras de Africa en la Posguerra Fría; otra, pasarse un día en Conakry, Guinea, buscando una fotocopiadora que funcionara. Lo más peligroso que un escritor puede hacer a veces es describir lo que tiene frente a su cara, ya que los propios ideales y supuestos bajo los cuales muchos de nosotros vivimos dependen del hecho de que se mantenga una cómoda distancia con la evidencia.

Internet ahora hace que los hechos sean tan fáciles de obtener que hay una ilusión de conocimiento donde éste en realidad no existe. Con tantos blogs de bajo presupuesto que hacen poco más que reaccionar de manera emocional a los titulares, raro es el comentarista que realice el trabajo de campo necesario para ganarse sus opiniones o incluso sus prejuicios. Y a medida que los sabihondos llenan el espacio que alguna vez perteneció a los corresponsales del periodismo escrito, el público se aleja cada vez más de las esencias intangibles y de la minucia de los lugares lejanos que explican el presente y, por tanto, se anticipan al futuro.

Por encima de todo, se trata de una falta de interés por la geografía en el sentido amplio, decimonónico, de la palabra, el cual resulta básico en unos tiempos en los que el periodismo se ocupa cada vez más de resumir desde arriba en vez de reportear desde abajo. Los buenos corresponsales internacionales en los medios escritos son excepciones obvias a esta regla. Stephen Kinzer y Barry Bearak de The New York Times este último desde Turquía y Asia Central, el primero desde Afganistán y el subcontinente indio vienen a la mente por su vívida comprensión de la historia local y de la cultura. Y, por supuesto, hay otros. Pero tales periodistas constituyen un mero puñado entre la creciente horda de autodenominados expertos y conocedores, que llenan los paneles transmitidos por televisión y las columnas impresas sin haber tenido que llenar nunca una libreta de reportero.

Barry López, un especialista en temas de la naturaleza, anota que en el actual estado de cosas hasta una noción tan aparentemente obvia como el paisaje americano es una cocción de los medios y de las industrias de la publicidad; en verdad, el paisaje americano es producto de muchos paisajes pequeñitos, cada uno con su genio local, de modo que sólo los ignorantes reducirán “los rojos triásicos de la meseta de Colorado… la luz aguda y fantasmal de los cayos de Florida… y los suelos eólicos del sur de Minnesota” a una única geografía. Los valles de Kentucky y Virginia Occidental, continúa López, no deberían ser intercambiables, ni deberían serlo el río Green en UTA y el río Salmón en Idaho. El periodismo contemporáneo se ha desviado hacia ese tipo de suposiciones acartonadas y de generalizaciones mediocres de las que abjura López.

El periodismo necesita de manera desesperada volver al terreno, a la clase de descubrimiento de lo local hecha en solitario y de primera mano, más relacionada con la antigua literatura de viajes. La literatura de viajes es más importante ahora que nunca como medio para revelar la vívida realidad de los lugares que se pierden en la música de ascensor de las emisiones de 24 horas. De por sí, escribir literatura de viajes es una ocupación de bajo perfil, que se ajusta más al formato de los suplementos dominicales. Pero también es un vehículo apto para llenar el vacío del periodismo serio: por ejemplo, al rescatar temas como el arte, la historia, la geografía y la alta política de la jerga y el oscurantismo de la academia, pues los mejores libros de viajes siempre han tratado sobre viajes y algo más. The Stones of Florence Las piedras de Florencia (1959), de Mary McCarthy, y The Station La estación (1928), de Robert Byron, tratan sobre el arte del Renacimiento y del Imperio bizantino, respectivamente. The River War La guerra del río (1899) de Winston Churchill y Los siete pilares de la sabiduría (1926) de T. E. Lawrence emplean tanto la experiencia del viaje como el estudio de la geografía para explorar la guerra y el arte de gobernar en el Sudán de finales del siglo XIX, en el caso de Churcchill, y las técnicas de las insurgencia guerrillera en el de Lawrence. The Dessert Road to Turquestan El camino del desierto en Turquestán (1929) de Owen Lattinore en un nivel habla sobre la organización de las caravanas de camellos, y en otro, sobre las ambiciones imperiales de Rusia y China. The Southern Gates of Arabia Las puertas meridionales de Arabia (1936) de Freya Stara es una de las mejores descripciones de Yemen oriental, la tierra tribal de Osama bin Laden, que se puedan encontrar.

Stark escribe sobre rutas de caravanas que aún existen y que ignoran las fronteras, y sobre mercaderes en Yemen oriental, quienes, “después de toda una vida dedicada a amasar fortuna, se jubilan para pasar su vejez en la guerra de guerrillas de su valle”. Por tanto, ella es escéptica sobre el hecho de que la raza humana anhele tanto la paz como se afirma. Y es que descubrir lo que la gente realmente cree al contrario de lo que generalmente les dicen a los periodistas lleva tiempo y esfuerzo. Stara cita a un yemení que advierte que aunque es bueno hablar con la verdad, “es mejor saber la verdad y hablar sobre palmeras”. Como el mundo está lleno de tales hombres, Owen Lattimore, mientras viajaba por Mongolia Interior, hizo una observación que todos los periodistas deberían tomar en serio.

No hay nada que bloquee tanto a los hombres comunes como la sospecha de que le están tratando de sacar información; mientras que al superar el sentimiento de extrañeza, contarán sus cuentos como lo hacen entre sí. Entonces, de su conversación surgirá el rico tesoro en bruto de lo que para ellos es la verdad de sus vidas y sus creencias, sin que vicie e el intento de refinarlo torpemente, acomodando las palabras a lo que quiere oír el interlocutor.

Sólo escuchar a la gente, sus historias en vez de interrumpirla para hacer preguntas entrometidas, descorteses, constituye la esencia de éstos y de todos los buenos libros de viajes.
Aprendí esto en Grecia hace más dos décadas mientras intentaba entrevistar a un refugiado que acababa de huir de la Albania estalinista. Yo tenía una lista de preguntas para hacerle a este refugiado, pero en lugar de eso él prefirió contarme la historia de su vida. Fue sólo después de escucharlo durante varias horas cuando empezó a soltar la información que yo buscaba.

Pero un acercamiento tan parsimonioso va en contra de la práctica corriente del periodismo de hoy. La reportería le da la importancia a la entrevista entrometida, grabada; la literatura de viajes da importancia al arte de la buena conversación y a la experiencia de cómo se llega a ella en primer lugar. Desde hace tiempo es un cliché de los corresponsales decir que el diez por ciento del periodismo en Africa consiste en hacer entrevistas y el noventa por ciento en los rollos y aventuras en que hay que meterse para conseguirlas. Pero mientras lo primero cabe dentro de las estrictas limitaciones de los artículos noticiosos del día, lo último nos dice muchísimo más sobre el continente.

El escritor de literatura de viajes sabe que la gente es menos auténtica cuando está ante una grabadora. Nunca podrás entender verdaderamente a alguien si le haces una pregunta directa, especialmente a alguien que no conoces muy bien. En vez de interrogar a los extraños, que es lo que los reporteros hacen en esencia, el escritor de literatura de viajes conoce a la gente y la muestra como ella se muestra a sí misma. Después de haber estado con un batallón de marines durante varias semanas en Irak, noté que de repente dejaron de decir vulgaridades cuando unos periodistas llegaron y encendieron sus grabadoras. Fuera cual fuera la realidad de los marines frente a los periodistas, ellos eran menos reales de lo que habían sido antes.



La literatura de viajes enfatiza la soledad. La mejor escrita, literaria o periodísticas, se da en las circunstancias más solitarias, cuando un autor encuentra la evidencia de primera mano sin que nadie de su grupo social, económico o profesional esté cerca para ayudarlo a filtrarla o, por lo demás, a condicionar sus opiniones. Las obras de Williams Faulkner, según Malcolm Cowley, “son los libros de un hombre que cavila sobre la literatura, pero que por lo general no la discute con sus amigos; no hay nada cómodo en ellos, ni una sensación de que tras ellos haya un gusto pulido por los argumentos y un contexto de opiniones es común”. Oficialmente, el periodismo persigue esa misma independencia de pensamiento y experiencia. Pero mientras la literatura de viajes exige una travesía horizontal a otro espacio geográfico, al igual que una travesía vertical de cierta duración fuera de la propia subcultura, se espera que los periodistas de oficio que han evolucionado hasta convertirse en una casta profesional hagan de manera sutil todo lo contrario. Ellos van de un seminario a una conferencia y de una cena a la otra, siguiendo un patrón que promueve la uniformidad en vez de la diversidad de puntos de vista. Incluso cuando están en el extranjero, los reporteros se sienten más cómodos andando juntos. Van a los mismo bares de los hoteles y restaurantes, hasta el punto de que estos lugares se vuelven emblemáticos de una época particular de la reportería, como el famoso bar del Hotel Commodore en Beirut a los ochenta. Esto engendra gratas, pero no experiencias variadas.

La mejor literatura nos prepara par entender cómo es un lugar en realidad y, consecuentemente , le da al lector que nunca viajará allí un retrato fiel del mismo. En Liberia (1999) de Colin Thubron, ofrece una imagen mucho más emocionante de la disolución rural de Rusia después de la caída del consumismo y del advenimiento abrupto de la democracia de Boris Yeltsin que la cobertura de los periódicos más prestigiosos de la época, centrada en Moscú. Si quieren saber cómo le está yendo de verdad al Africa subsahariana, olvídense de los periódicos y lean Dark Safari (2003), de Paul Theroux, que demuestra cómo las observaciones finamente elaboradas de la gente y los paisajes ofrecen el mejor tipo de análisis político y social. Theroux describe las paradas de bus y las estaciones de tren, las fronteras sin ley y las pesadillas urbanas, al igual que la belleza, la honestidad y la amabilidad individuales. Cualesquiera sean los prejuicios de Theroux y Thubron, por lo menos son el resultado del contacto directo con la evidencia incontaminada por un clero de especialistas arrejuntados en las capitales extranjeras más cercanas. Como dijo Jack London: “Ellos fueron directo a la fuente, rechazando el material que había sido filtrado por otras manos”.

Los periodistas pertenecen a un élite de opinión obsesionada con la política hasta el punto de excluir casi todo lo demás que ocurre en un país y en el exterior. Por tanto, cuando cruzan el mar, gravitan hacia los generadores de noticias en las capitales extranjeras, que tienen fijaciones similares a las de ellos. Por ejemplo, los reporteros intercontinentales tienen una obsesión por cubrir elecciones. Pero con la democracia tiene menos que ver con las elecciones que con la construcción de instituciones un proceso lento que rara vez se traduce en hechos noticiosos, una región como Africa sería en gran medida un espacio en blanco si no fuera por los libros de viajes. Muchos artículos van contra esta tendencia, pero estoy hablando de la tendencia, no de las excepciones.

Los libros de viajes transmiten lo verdaderamente importante de una sociedad. Como ejemplo, el Jardín de los valientes en guerra (1980), de Terence O`Donnell, sobre Irán, donde él observa que en farsi no hay una palabra que signifique “romántico” ni otra que signifique “realista”: “Ningún iraní limitaría de tal manera su sentido del mundo siendo lo uno o lo otro”. El puritanismo de los oyatolás, agrega él, ha sido una reacción al hecho de que muy en el fondo los iraníes son sibaritas. Los corresponsales internacionales, es cierto, hablan sobre estas cosas, en libros que por lo general han escrito tras pedir una licencia.

Si hay alguien que se merezca una medalla de servicio a la comunidad por correr el velo que oculta a las sociedades lejanas, son menos los editores de los principales periódicos y revistas que los de las guías Lonely Planet y Rouge Guides. Estas dos series combinan la profundidad histórica y cultural con la investigación intrépida y solitaria de jóvenes viajeros que llegan a cada rincón remoto en un determinado país; y a medida que le informan al lector sobre dónde quedarse y dónde comer, dicen bastante sobre la salud pública, el crimen, la economía y la política en una sociedad. En los noventa, cuando era particularmente difícil conseguir visa para viajar a Irán y casi toda la información sobre ese país salía de seminarios en Washington, lo que más servía para saber del tema era leer Iran: A Travel Survival Kit (Irán: guía de supervivencia) de David St. Vincent, publicado en la serie de Lonely Planet.

Lo que estas guías ofrecen, antes que nada, es un contexto geográfico, que es lo que con demasiada frecuencia se echa de menos en el periodismo contemporáneo. Por ejemplo, ¿cuántas personas saben que Abu Garrid no es sólo una cárcel, sino también un pueblo al occidente de Bagdah con uno de los peores índices de delincuencia común en Irak? ¿Y que sólo parte de las instancias se usan como prisión; pues la otra es una base militar para, entre otras cosas, vigilar esa zona infestada de violencia? ¿Cuántas saben que una de las razones de la violencia en la zona de Abu Ghraib-Faluya es que está ubicada al occidente de Bagdad, sobre la milenaria ruta de comercio con Siria, lo que promueve tanta la independencia como el contrabando?.

Ni el periodismo ni la literatura de viajes son temas reales. Más bien, son medios para comunicar temas reales. Quienes escriben sobre viajes están cada vez más conscientes de esto, a medida que los libros de viajes se convierten en un mecanismo para explorarlo todo, desde la política hasta el vino, pasando por la arqueología e incluso el origen de los colores: Color: A Natural History of the Palette (El color: una historia natural de la paleta) (2002), de Victoria Finlay, es un libro de viajes maravillosamente innovador. Sin embargo, los periodistas han tomado la dirección contraria, cada vez más interesados en su no campo, en la escritura de prensa, en estudiar y, por lo general, en obsesionarse más y más consigo mismos.

La reportería una de las profesiones más antiguas de la historia, aunque se haya conocido bajo distintos nombres sobrevivirá y prosperará, mientras que el periodismo en tanto disciplina respetada, está bajo la amenaza de desvanecerse como otra rama de la industria del entretenimiento. ¿Cómo va a sobrevivir la buena reportería? Hombres y mujeres particulares se alejarán de la multitud se irán lejos de los paneles y los seminarios, los cursos y las conferencias, lejos de los lugares de reunión de los escritores y las redes virtuales para cultivar la soledad. Ellos se exigirán a sí mismos no escribir una sola palabra sobre un sitio o un tema sin antes haberlo conocido de primera mano. Y harán esto por curiosidad, pues mientras la ilusión de conocimiento aumenta todos los días, la realidad de dos lugares mismos es cada vez más misteriosa.

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jueves, noviembre 23, 2006

La guerra y los medios


Mientras se discute el cómo EE.UU. saldrá de Irak y cómo evitará que la guerra civil -ya en proceso- termine por dividir a ese país, el Columbia Journalism Review dedica su último número a analizar la cobertura de los tres años de invasión. A pesar de las virtudes de la prensa estadounidense, cuando se entra en el detalle, la guerras parecen su mayor debilidad. Sólo un dato, mientras EE.UU. era aliado de Irak en los ochenta, los medios escondieron buena parte de las atrocidades de Sadam Hussein en contra de los iraníes y los kurdos. Pero el año de invasión, los mismos argumentos que callaron fueron usados para justificar el ingreso de tropas y el derrocamiento de Hussein. De esta incoherencia no se escapó ni el New Yorker. A veces las culpas que caen sobre el periodismo parecen muy justificadas. Esta es la editorial del especial del CJR y más abajo están los links a los textos principales de la publicación.


In the middle of 2003, not long after President Bush landed on the USS Abraham Lincoln in May to tell the world that “major combat operations in Iraq have ended,” Time Books came out with a glossy hardback titled 21 Days to Baghdad — The Inside Story of How America Won the War Against Iraq. The book concludes with a shot of the president on the Lincoln in that snug flight suit. Although it includes one horrific shot of Ali Ismail Abbas, the twelve-year-old Baghdad boy who lost both arms and his family to a U.S. missile in March, the book is an oddly sanitized thing, the portrayal of a tidy and limited little war. The triumphant text tells us that the V-J Day moment in Iraq arrived “on April 9, when a U.S. team tied a chain to a statue of Saddam in Baghdad’s Paradise Square and, with a couple of hefty yanks, pulled it from its pedestal.”
The book is a time capsule in a way and, though it is not a very old one, it has a whiff of rot. It is an embarrassment, but it’s also a useful reminder of how reportorial curiosity can surrender to patriotic stagecraft, and in turn, how such stagecraft can shield policy from inquiry at critical moments. The book feels both innocent and cynical.
For this special forty-fifth anniversary issue of the Columbia Journalism Review we have constructed a different kind of history of the war, an oral history told through the voices of many of the journalists who have covered it. We interviewed forty-five reporters, photographers, translators, and stringers, and gathered war photos, too, many of them previously unpublished in the U.S. Our starting point is the fall of Baghdad, and the reader will see that even before Saddam’s statue hit the ground journalists were picking up signals that America’s time in Iraq would be complex, confusing, and worse.
The oral history starts on page fourteen. It has several interlaced story lines. One is a record of how western journalists woke up to the growing chasms in Iraq between Americans and Iraqis, between soldiers and civilians, between the Green Zone and the rest of the country, and to the rifts among Iraqis themselves. The history is also an account of the impediments — practical, political, professional — that journalists have faced while covering Iraq, and how they have overcome those impediments or failed to do so.
As we read transcripts of our interviews another story line emerged: how individual journalists began to appreciate the deep danger they were in as the occupation wore on and the insurgency took hold, and how they dealt with it. You can’t read this history without admiring the skill and guts that these journalists bring to the job, their stubborn effort to get the story right despite the obstacles. Or without appreciating the fact that the coverage of the war and the course of the war are somehow intertwined.
We were also struck here at cjr by the passion and expertise of these particular voices — and also by the fact that the conventions and traditions of journalism sometimes muffle this power and passion in their work. Many of these people have been in Iraq longer than some of our soldiers and diplomats. We need to hear them. They know things.

http://www.cjr.org/issues/2006/3/schulman.asp

www.cjr.org/issues/2006/2/McLeary.asp

www.cjr.org/issues/2004/6/fassihi-baghdad.asp

www.cjr.org/issues/2004/6/matloff-memory.asp

www.cjr.org/issues/2004/4/mccollam-list.asp

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lunes, noviembre 20, 2006

Culpemos a los lectores


Este ensayo fue publicado por la revista colombiana Malpensante en su décimo aniversario. Es muy largo, pero no existe en la web, ni siquiera en inglés. Pero se adentra en uno de los temas más complejos para la industria: las audiencias. Hoy son un (el) gran puzzle para los medios de comunicación. La falta de estudios, la arrogancia de los editores, la incapacidad de entender los procesos de cambio que afectan a los consumidores más jóvenes ha creado una brecha que para algunos medios es un abismo. Como lo indica parte de este ensayo, los cambios en los planes de estudio de los colegios pueden provocar que las sociedades generen otras formas de consumir medios y con otros objetivos, erosionando las bases mismas de la profesión. El autor del texto es profesor de la Universidad de Columbia y escribe para la CJR


Por Evan Cornog
¿De qué hablan los directores de periódicos de Estados Unidos cuando se reúnen? Hablan de lectores y de por qué ahora hay menos de los que solía haber.

En la Conversación Anual de Directores de la Associated Press (Apme, por sigla en inglés), que tuvo lugar en Louisville en el otoño de 2005, el principal tema fue la reducción del número de lectores. Stuart Wilk, el anterior presidente de Apme y editor asociado de The Dallas Morning News, presentó su ponencia principal acerca de las distintas enfermedades que enfrentaba el negocio del periodismo: la caída en el número de lectores, la disminución en las ganancias, los escándalos. Bennie Ivory, editor ejecutivo del Louisville Courier-Journal, advirtió: “Actualmente estamos perdiendo una enorme cantidad de lectores”, y otro conferencista, el asesor de negocios Vin Crosbie, dictaminó que la industria periodística estaba en una “condición crítica”. Desde luego, la reunión no era un velorio y por eso dedicaron mucho tiempo a discutir qué podían hacer los periodistas para cambiar la situación. Sin embargo, a pesar de todo el espíritu proactivo y el optimismo cauteloso que mostraron los asistentes, el encuentro evidenció que muchas personas estaban realmente preocupadas por el futuro.

No es difícil ver por qué; los datos sobre el número de lectores son consistentes y deprimentes. Vin Crosbie presentó estadísticas que mostraban que, en 1964, el 81% de los americanos leían diariamente un periódico, mientras que hoy esa cifra está alrededor del 54%. Dentro de poco los lectores de periódicos serán una minoría, si se tienen en cuenta las cifras todavía más desesperanzadas que citó Crosbie a propósito de los hábitos de lectura de los jóvenes americanos. En 1997 sólo el 39% de los americanos entre 18 y 34 años leía regularmente periódicos; en 2001 esa cifra cayó el 26%. Las estadísticas so todavía peores de lo que parece, porque la lectura de periódicos o mejor, la falta de lectura es un hábito, como el consumo de cigarrillo o la preferencia por Coca-Cola o Pepsi que, después de adquirido, tiende a permanecer. Los americanos mayores, la base principal de la listas de suscriptores, han leído periódicos desde que eran adolescentes o tenían 20 años, y si los jóvenes todavía no han adquirido el hábito, es poco probable que lo desarrollen más tarde.
Pero el problema no se circunscribe a los periódicos. Como lo dejó en claro el informe del Proyect for Excellence in Journalism, “The State of The News Media 2004”, también otras fuentes de noticias han tenido problemas para atraer a los jóvenes. Desde 1980, los tres noticieros de la noche han visto caer el rating en picada en un 44%.
Un nuevo estudio del problema, realizado por David T.Z. Mindich, profesor de periodismo de Saint Michael´s Collage, en Vermont, presenta una devastadora encuesta sobre la magnitud del problema. La ignorancia sobre los efectos de actualidad y la indiferencia ante los medios tradicionales de divulgación de noticias son epidémicas. Y los jóvenes no sólo evitan los medios noticiosos tradicionales, la mayor parte de los americanos jóvenes no usan como fuente de noticias ni siquiera a Internet, medio que algunos ven como la solución del problema de la falta de compromiso de la generación más joven. En su nuevo libro, Tuned Out: Why Americans Ander 40 Don´t Follow the News, Mindich cita una encuesta que “sólo el 11% de la gente joven menciona a Internet como una fuente importante de noticias”. Los jóvenes saben mucho sobre las cosas que les interesan, sólo que no siguen las noticias muy de cerca.
Esto no siempre fue así. En 1966, el 60% de los estudiantes universitarios de primer año creían que seguir las noticias políticas era importante, según una encuesta realizada por la Universidad de California; en 2003 esa cifra había caído al 34%. Si tenemos en cuenta la íntima correlación que existe, según los investigadores, entre la lectura de periódicos y el ejercicio activo de la ciudadanía, las cifras son preocupantes tanto para la industria periodística como para la nación.
El encuentro de directores se centró en la búsqueda de maneras de atraer a los jóvenes lectores para que compren sus diarios. Se organizaron múltiples sesiones con ese propósito en mente y, para concretar más el tema, la Apme trajo a un grupo de “lectores de prueba” reclutados en todo el país para que opinaran sobre los procedimientos y ofrecieran sus puntos de vista en una sesión especial de la convención. Nadie puede acusar a la gente de los diarios de ser indiferente ante sus clientes: “Me trataron toda la semana como a una celebridad”, comentó una de las lectoras, Angela Gallagher, estudiante universitaria de Missisipi.

Pero ¿qué tal que el problema no esté en los periódicos, como parece creerlo la reunión de APME, sino en los lectores? ¿Qué tal que los lectores hayan cambiado? En ese caso, la solución del problema sobrepasa el mero poder del periodismo.

Piensen en la historia reciente. En 2000, Robert D. Putmanm, politólogo de Harvard, publicó Bowling Alone: The Collapse ande Revival of American Community, un bestseller que examinaba cómo los americanos se han ido retirando de todo tipo de actividades colectivas y comunitarias durante el último medio siglo. Putnam observaba que, desde las asociaciones de veteranos, hasta los clubes de bridge y las bandas musicales de las escuelas, todas las organizaciones estaban cerrando por falta de gente interesada en sus objetivos. Lo que había construido “La gran generación” tanto el espíritu de una empresa en común como las instituciones que canalizaban ese espíritu se estaba desintegrando. Más tarde, Putnam trató de dar una visión más positivo en un libro titulado Better Together, que examinaba los esfuerzos para reversar es tendencia hacia la alienación y el ailamiento social. No obstante, durante las últimas décadas, el campo de lo público se ha reducido y nuestros mundos privados se han vuelto más ailados.

Tal vez la fuerza más grande tras este cambio ha sido la televisión, que produce entretenimiento fácil y barato que la gente puede consumir en casa. Aunque, según las encuestas, el público encuentra que la televisión produce mucho menos satisfacción que otras diversiones más activas y sociales, el poder de ésta sigue en aumento. (Incluso mirar televisión se ha vuelto una actividad menos social y el cuarto familiar vive ahora vacío, ya que cada miembro de la familiar tiene un aparato en su cuarto. Mindich señala que en 1970 sólo el 6% de los estudiantes de sexto grado tenía televisor en sus habitaciones; hoy la cifra es de 77%.) Hay otros factores que han influido en el menoscabo de lo comunitario. El proceso de suburbanización han vuelto menos conveniente la participación en grupos, y las condiciones de trabajo modernas, con su altísima presión y el creciente número de madres trabajadoras, dejan menos tiempo para desarrollar actividades de entretenimiento dinámicas. Desarrollos más recientes, como Internet, los juegos de video y la proliferación de conjuntos cerrados, sólo han intensificado este deterioro.

Para ser justos, también hay que reconocer que la “gran generación” debe parte de su grandeza al hecho de que tuvo que enfrentar la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Abrazar una ética de sacrificio compartido por el bien común es más fácil cuando la alternativa es la tiranía fascista. Las décadas recientes de relativa paz y prosperidad (para muchos) le han planteado menos exigencias a nuestra capacidad de actuar colectivamente y por eso no es ninguna sorpresa que, en ausencia de desafíos como ésos, nuestros reflejos cívicos se hayan oxidado.

Los periódicos han reflejado este cambio de varias maneras. Obviamente, en la medida en que varias instituciones de la comunidad pierden importancia, también se reduce la cantidad de cubrimiento que reciben (¿ha visto últimamente muchas noticias sobre el movimiento sindical?). Mientras la importancia de la televisión ha ido creciendo, también ha aumentado el espacio que se le adjudica en los medios impresos, no sólo en lo que se refiere a listas y reseñas, sino en el cubrimiento de noticias sobre las celebridades de la televisión, incluso sobre las que han empezado a surgir de los realities. Cuando se les pregunta a los directores de noticias por qué le dedican tanto esfuerzo al cubrimiento de la farándula, la respuesta es: “Eso es lo que quieren los lectores”.

Los directores reunidos en Louisville le dedicaron una sesión a ese tema: “Cubrimiento sobre las celebridades: ¿dónde está la raya… y acaso la hemos cruzado? “Pero al tocar ese tema se dedicó mucho tiempo a discutir cómo usar el cubrimiento de farándula para atraer lectores. Lorrie Lynch, que cubre el tema para USA Weekend, instó a los directores a capacitar el cubrimiento de las celebridades para atraer nuevos lectores. Y el escritor de la columna de chismes del Minneapolis Star Tribune, conocido simplemente como C.J., ofreció consejo sobre cómo cubrir la farándula si uno no tiene la suerte de vivir en Nueva York a los Angeles.

El cubrimiento de noticias de farándula fue sólo una de las estrategias que se discutieron para atraer a nuevos lectores. Kim Leserman, presidente del Media Insight Group, una firma de investigación de mercados, subrayó algunas formas de usar la información sobre los intereses de los jóvenes americanos para atraer nuevos lectores. Robin Seymour, directora de investigaciones y lecturabilidad del Milwaukee Journal Sentinel, reveló los resultados de su investigación sobre los principales temas de interés de los jóvenes, los llamados lectores Light. En su orden, éstos son: salud/bienestar, informes de investigación sobre temas importantes, el medio ambiente, los accidentes/desastres naturales y la educación. En repetidas ocasiones se hizo énfasis en que los esfuerzos de mercado no debían orientar el criterio de las noticias, pero cuando había una historia que prometía atraer la atención de un grupo demográfico que la gente de mercado estaba tratando de conquistar, ésta debería promoverse ampliamente. Hank Klibanoff, director general de noticias del Atlanta Journal-Constitution, anunció: “He visto la luz. He visto el valor de la investigación.” Habló sobre las maneras en que estaban cambiando las ediciones zonales de su periódico para responder a lo que sabían sobre los deseos de los lectores. Y lo que presentó fue bastante impresionante.

Si el deteriorado negocio de los periódicos quiere sobrevivir, es claro que debe prestar atención a los deseos de sus clientes. Y en la convención de APME abundaron las ideas sobre cómo hacerlo. Ninguno de los periodistas dijo que se debería abandonar el cubrimiento de las noticias serias con el fin de aumentar las ganancias. Pero puede ser difícil obtener ganancias si el público no quiere leer noticias serias.

En unos de los eventos de APME, Michael Getler, defensor del lector de The Washington Post, dijo que el periódico había recibido una cantidad de cartas de repudio durante la investigación del escándolo de Watergate, “provenientes de gente que simplemente no quería saber lo que estaba ocurriendo”. Uno de los lectores de prueba, John Bates, trabajador social de Delaware, dijo que a mucha gente que él conocía no le gustaba leer periódicos porque las noticias eran “muy tristes y deprimentes”.

Los lectores de prueba, que resultaron ser particularmente lúcidos y comprometidos, reflejaron también esa tendencia. En una sesión se pidió a los asistentes al encuentro de APME y a los asistentes a un encuentro paralelo de directores de fotografía de la Associated Press que dijeran si habrían publicado, en la primera página ciertas fotografías particularmente impresionantes: una imagen del cadáver de Nicole Brown Simpson, los cuerpos incinerados de los contratistas civiles americanos colgados de un puente en Faluya, y otras parecidas. La votación electrónica permitió que los miembros de la audiencia se identificaran y dijeran cuál era su empleo (si directores o editores de fotografía), y a los lectores de prueba también se les pidió que votaran. Una de las fotos incluidas era la famosa de un prisionero de Abu Ghraib parado sobre una caja, con la cabeza cubierta y cables en las manos. Entre quienes se identificaron como editores de fotografía, el 96% dijo que habían o habrían publicado la foto en la primera página. Pero el 71% de los lectores de prueba dijo que esa foto no ha debido aparecer allí. Cuando se les preguntó si era apropiado publicar fotos de terroristas que retienen secuestrados, el 60% de los editores de fotografía estuvo a favor de publicar las fotos, pero el 78% de los lectores estuvo en contra.

¿por qué los lectores no quieren ver esas cosas? ¿Por qué tanta gente está evitando la difícil tarea de mantenerse informada sobre lo que está sucediendo en su gobierno y su sociedad? ¿Por qué está tan extendida la ignorancia en una época en que se valora como nunca la educación superior?

Gran parte de la reflexión sobre este tema en el mundo del periodismo se hace desde la perspectiva de las debilidades del periodismo tal como se practica actualmente. Y así deber ser porque esas fallas abundan, desde los recortes en las secciones internacionales, pasando por la comercialización de las noticias, hasta el alto perfil de los delitos de unos pocos falsificadores de noticias. Pero tal vez el problema, y por lo tanto la solución, tiene raíces más amplias y profundas. Tal vez, hasta cierto punto, deberíamos culpar a los lectores. Tal vez las viejas nociones de una ciudadanía comprometida y virtuosa, sobre las cuales se asentaban las esperanzas de los fundadores de la república, ya son arcaicas.

Cuando todavía hacía la crítica de restaurantes del New York Times, Ruth Reichl, la directora de Gourmet, publicó una vez un comentario sobre Frech Laundry, el restaurante de Thomas Keller en el valle de Napa, que incluía la siguiente observación: “El secreto de French Laundry es que el señor Keller es el prime chef americano que entiende que para tener un restaurante excelente ubicación: también se necesitan excelentes clientes”. El mayor peligro para el periodismo americano en las próximas décadas no son las presiones comerciales ni las reglamentaciones gubernamentales sino la caída del interés público en la vida pública, una grave falta de compromiso de los ciudadanos con uno de los deberes básicos de la ciudadanía: saber que está ocurriendo con su gobierno y su sociedad. Los americanos saben muchas cosas, pero cuando sólo el 41% de los adolescentes consultados puede decir cuáles son las tres ramas del gobierno, mientras que el 59% puede decir cómo se llaman los Tres Chiflados, hay algo que no está funcionando bien.

Es particularmente irónico que esto esté pasando en Estados Unidos, cuya revolución y fundación fueron producto, en gran medida, de debates adelantados en planfletos y periódicos. La más grande obra de filosofía política escrita en Estados Unidos, El federalista, fue publicada por entregas en los diarios de Nueva York para apoyar la ratificación de la Constitución. En reconocimiento al papel que desempeña la prensa en la fundación de la nación, y en agradecimiento por la función crucial que cumple en el mantenimiento de una sociedad libre, a la prensa se le otorgó una protección especial con la Primera Enmienda.

Pero los fundadores sabían que una prensa libre no serviría de nada si la gente no la podía leer, así que la educación pública se convirtió en una de las grandes obsesiones de los líderes de la incipiente república. Un fundador de la New York Free School Society, la precursora del sistema de escuelas públicas de la ciudad de Nueva York, escribió que “el error fundamental de Europa” fue restringir la educación a la gente de dinero, basados en la creencia errónea de que “el conocimiento es el padre de la sedición y la insurrección”. Por el contrario, escribió, la educación es vital para el mantenimiento de una sociedad libre. Esta preocupación por la educación estaba muy difundida entre la generación de los fundadores, y es famoso el hecho de que Thomas Jefferson haya mencionado la creación de la Universidad de Virginia como uno de los tres mayores logros de su vida (no incluyó en la lista a la Presidencia).

Naturalmente, la idea de que la educación es prerrequisito de una participación ciudadana responsable dio origen, después de un tiempo, a la idea de la educación cívica. Lo que el historiador Richard Hofstadter llamó la sociedad de “consenso” de los años cincuenta fomentó un tipo de educación cívica que hacía énfasis en las instituciones de la democracia americana, la comunidad conformada por todos los americanos, independientemente de su origen (aunque la manera como esto se expresaba en la práctica de estado a estado, en particular con relación a los afroamericanos, era problemática), y la eficacia de los ciudadanos que actuaban en grupo para lograr cambios, ya fueran partidos políticos que buscaran cambios en el gobierno a través de la legislación, o sindicatos y corporaciones que negociaran acuerdos acerca de tarifas y condiciones de trabajo.

Pero la noción de educación cívica siempre fue polémica, con grupos económicos que abogaban por escuelas que esencialmente educaran a los trabajadores para desempeñarse en una sociedad industrial compleja, mientras que otros, particularmente los educadores, favorecían las nociones más democráticas de educación cívica, que buscaba dar a los estudiantes las herramientas necesarias para pensar críticamente sobre la sociedad y su papel en ella. Según Larry Cuban, profesor de Educación de la Universidad de Stanford, “las coaliciones reformistas inspiradas por intereses económicos” son las que han reformulado la educación pública: “Al hacerlo, el objetivo colectivo tradicional y primario de las escuelas públicas de formar ciudadanos capaces de involucrarse en prácticas democráticas” el propósito de los fundadores de la nación “ha sido reemplazado por el objetivo de la eficacia social, es decir, preparar a los estudiantes para desempeñarse en un mercado laboral competitivo, anclado en una economía que cambia con rapidez”. Es claro que hay que preparar a los estudiantes para que tomen su lugar en la fuerza laboral; y la educación pública ha buscado alcanzar ese objetivo desde tiempo atrás, junto con otros. Pero la balanza ha cambiado su inclinación en la última generación. El nuevo libro de Cuban, The Blakboard and the Bottom Line: Why Schools Can´t Be Businesses, traza el surgimiento del modelo de la eficacia social durante las últimas tres décadas. El informe federal “Nation at Risk”, de 1983, ayudó a definir las falencias educacionales de la nación en términos de lo que se percibe en Estados Unidos como la entrega de la primacía económica a las potencias industriales de Japón y Alemania. Aunque esas amenazas económicas han cedido, si es que no se han evaporado, la fórmula a la que se llegó el establecimiento de pruebas de habilidades básicas más estandarizadas y lo que se conoce como “preparar para las pruebas” se ha convertido en la solución política ortodoxa, acogida por los dos partidos. (El senador Edgard Kennedy votó a favor del proyecto del presidente Bush “ Que ningún niño se quede atrás”, descrito por el propio presidente en uno de los debates como un decreto proempleo.)

Esta definición de la ciudadanía ha sido parte de un impulso más amplio para privatizar muchas de las cosas que solían ser públicas y, en particular, gubernamentales en la sociedad americana. Durante décadas el Partido Republicano y sus aliados en los negocios han buscado reducir el papel del gobierno en la vida americana. Prueba de su éxito es el hecho de que la fe en el gobierno democrático haya sido mayormente reemplazada por la fe en el mercado. Fue el presidente Bush padre quién insistió en que la nación asumiera un modelo de compromiso cívico menos expansivo, lo cual fue expresado de manera memorable por una de las personas que le escribía los discursos, Peggy Noonam, como “miles de puntos de luz”. En esto estaba implícita la noción de que la acción colectiva no era la única, o la mejor, manera de remediar los males de la sociedad. Los individuos deberían tratar de hacer el bien por sí mismos, de manera aislada. Las generaciones anteriores habían expresado ideales diferentes. En su discurso inaugural de 1941, mientras la amenazaba de la guerra mundial se acercaba cada vez más a Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt dijo que la democracia americana era fuerte “porque está construida sobre la libre iniciativa de hombres y mujeres individuales unidos en una empresa común”. Sesenta años después, luego de que los atentados del 11 de septiembre sacudieran a la nación, el presidente George W. instó a los americanos a que se unieran y salieran a gastar dinero, o viajaran a Disney World. El consumismo se había convertido en la causa común.

El presidente Bush también declaró que a los jóvenes americanos había que enseñarles a responder a la crisis del 11 de septiembre, pero su visión de cómo se debería hacer esto fue muy estrecha. Al anunciar un esfuerzo para fortalecer la educación cívica después de los ataques, Bush dijo que el propósito del programa era enseñar que “Estados Unidos es una fuerza del bien en el mundo, que les lleva esperanza y libertad a otros pueblos”. El objetivo era dictar, y no explorar, qué era ser ciudadano americano y lo que eso significaba. Y quienes alientan a sus estudiantes a hacer las preguntas difíciles están encontrando dificultades. Un maestro de Florida que le pidió a su clase que opina sobre la afirmación de Benjamín Franklin de que “aquellos que pueden renunciar a la libertad esencial para obtener una pequeña seguridad temporal no merecen ni la libertad ni la seguridad” fue reprendido por el director de la escuela por alejarse del currículo exigido. Las respuestas son seguras, las preguntas, no.

En un reciente estudio sobre educación cívica publicado en PS: Political Science and Politics, los académicos Joel Westheimer y Joseph Kaen describieron tres variedades de ciudadanía: “el ciudadano responsable en lo personal”, el ciudadano que participa” y “el ciudadano orientado hacia la justicia”. Para aclarar las diferencias, los autores describían acciones típicas de cada uno: el primero” contribuye con alimentos a una campaña de alimentación”, el segundo “ayuda a organizar una campaña de alimentación”, mientras que el tercero “explora por qué la gente tiene hambre, y se orienta a solucionar las causas originales”. (Es interesante anotar que el estudio de David Mindich encontró que el voluntariado ha ido creciendo entre los jóvenes, aunque éstos están cada vez “menos comprometidos políticamente”.)

Mientras que cada una de esas acciones podría recibir cubrimientos en las páginas de un diario local, es evidente que el mundo del ciudadano orientado hacia la justicia es el que se cruza de manera más nítida con el periodismo, dado que las causas de fondo de los problemas son precisamente lo que los periodistas buscan identificar, y que el hecho de divulgar injusticias es una de las razones de ser los reporteros. Dicho enfoque “orientado hacia la justicia” solía ser común en la educación cívica de las generaciones anteriores. Este cambio hacia la definición del ciudadano como consumidor fue previsto, al menos, por algunas personas.

Una cosa “todo el mundo sabe” es que Jimmy Carter se puso en ridículo en el verano de 1979 al dar el famoso “Discurso de malestar”, caricaturizado como un esfuerzo sensiblero para evadir la responsabilidad por los males de la nación durante los años de estancamiento económico de finales de los setenta. Sin embargo, el discurso de Carter es un documento mucho más impresionante de lo que transmiten esas interpretaciones facilistas; en él Carter identificó una tendencia central en el tema que nos ocupa. La nación, dijo el presidente en ese momento, estaba frente a una encrucijada y tenía que elegir entre un “camino que lleva a la fragmentación y al interés personal” y “el camino del propósito común y la restauración de los valores americanos”. Elegir el primer camino, dijo Carter, era abrazar un mundo donde “la identidad humana no será ya definida por lo que uno hace sino por lo que uno tiene”.

Parece que hemos llegado a ese destino. Cuando George W. Bush presentó su visión del futuro de Estados Unidos en la convención de su partido en 2004, habló de una “sociedad de propietarios”, donde la gente no sólo sería dueña de su casa sino de “sus propios planes de salud y tendría la seguridad de poseer una parte de su pensión”. Esta “sociedad de propietarios” es muchas cosas, y una de ellas es la premeditada privatización de responsabilidades de el gobierno había asumido durante los años del New Deal y la Gran Sociedad. Sin entrar a debatir los méritos de las propuestas actuales, es claro que se prevé un papel distinto para el gobierno, en la medida en que se parte de una concepción diferente del ciudadano. El modelo es cuidarse uno mismo, más que compartir la carga.

En las salas de redacción se oye con frecuencia la queja de que los lectores a menudo se saltan las reflexiones largas y sesudas sobre temas importantes, debido a la prisa por leer lo último sobre las hermanas Hilton o las especificaciones de las mejores y más sofisticadas máquinas de capuchino. Sin embargo, ¿por qué no incluir de esas frivolidades? Está bien comerse ocasionalmente un dulce, siempre y cuando uno consuma una dieta sana y balanceada. El problema es que los americanos se han engolosinado demasiado con los dulces, tanto en la mesa como en los diarios. Los nuevos tabloides, como RedEye, de la compañía Tribune, que están orientados al mercado de los jóvenes, parecen dirigidos a gente con la capacidad de atención de una libélula.

Los asistentes a la convención de APME probablemente se preocupan más por las noticias serias que por el cubrimiento de farándula, y aunque puedan usar esto último para enganchar lectores jóvenes, todavía están retratando de cumplir con la misión tradicional de los periódicos. Pero es posible que eso no sea suficiente. Una de las lectoras designadas para la convención, una profesora de Antropología y Estudios Americanos de Eckerd Collage, Catherine M. Griggs, les advirtió que no estaba “segura de lo que pudieran hacer solos; los educadores tienen que dar los primeros pasos”. En otras palabras, las escuelas deben cumplir un papel en la formación de los “excelentes clientes” que asegurarán el futuro del periodismo de primera clase.

El periodismo también tiene que cumplir una función. Parte de esa función será llevada a cabo por el tipo de examen de contrición que caracterizó a la convención de APME. No obstante, el cambio en la definición de la ciudadanía y la educación cívica no salió de la nada. A través de foros públicos, varios grupos de interés han ayudado a empujar al país por el camino que denunció Jimmy Carter. Y como lo señaló Cuban en una entrevista con Columbia Journalism Review: “La mayoría de los diarios ha apoyadazo editorialmente el movimiento de los estándares y las pruebas”, lo cual ha contribuido a disminuir el énfasis en la educación cívica. Con la mejor de las motivaciones, los periodistas han contribuido a crear precisamente las fuerzas que minan el futuro del periodismo.

El periodismo tiene especial interés en el resultado del debate. Un intento para lidiar con este conjunto de temas fue el “periodismo cívico”, que enfrentó una dura oposición, e incluso varias burlas, dentro de la comunidad periodística porque parecía pedirles a los reporteros y editores que hicieran a un lado su preocupación por la objetividad y el equilibrio, con el fin de producir un cambio en la sociedad. Como señaló una vez el estudioso del periodismo James W. Carey, profesor de Columbia Univesity, los periodistas hacen su mejor trabajo cuando “estimulan el discurso público y la vida pública”. Se puede hacer eso dentro de las normas aceptadas de la profesión, cuando se cubren las historias que están ahí afuera y se reconoce que algunas de ellas tienen que ver con ideas, tales como las cambiantes ideas sobre la ciudadanía. Y los periodistas deben explorar cómo esas ideas alteran la profesión. Cuando los periodistas piensan en sus lectores o su audiencia básicamente como un segmento del mercado, y no como ciudadanos, se arriesgan a perder ese papel singular. Si, las organizaciones periodísticas son negocios y tienen que ganar dinero; pero también son un bien público. En la medida en que los periodistas acepten y jueguen de acuerdo con las reglas del mercado, será más probable que confirmen la concepción del presidente Bush de que la prensa sólo es otro grupo de intereses particulares.

Los intentos periodísticos de seguir a los lectores en el camino de sus cambiantes intereses pueden conducir a una situación en la que las ganancias sigan bajando. Mientras el periodismo se esfuerza por cazar a ese público cada vez más recalcitrante, se arriesga a perder de vista su propósito fundamental. Y la respuesta tampoco es hacer que las noticias sean más entretenidas. Las noticias no pueden competir con las diversiones que ofrece Hollywood a través del cine y la televisión. El superproductor Jerry Bruckheimer es mejor para producir explosiones que Andrew Heyward, el presidente de la CBS, y Angelina Jolie es más agradable de mirar que Diane Sawyer, la presentadora. Ni siquiera el Ford Bronco de O.J. Simpson le da la talla a Más rápido y más furioso.

Pero no olvidemos la investigación del Milwaukee Journal Sentinel sobre las historias que más interesan a los jóvenes lectores: entre los cinco temas principales estaban las historias sobre educación. A los lectores realmente les importa lo que sucede en las escuelas de sus hijos. Y lo mismo sucede con los que no son lectores. Ahí hay controversia y una amarga división: la materia de la que están las buenas historias. Y el menoscabo de lo público se ha vuelto un tema usado por muchos periodistas en los años recientes, en particular desde la publicación de Bowling Alone. Hill Mckibben escribió agudos artículos sobre el tema en 2004 en Mother Jones, y David Shaw ha descrito la fuerza de esta tendencia periodística en Los Angeles Times. Hay mucho espacio más. Al cubrir este esfuerzo por definir, o redefinir, la ciudadanía americana los periodistas pueden llevar el debate más allá de su profesión, siguiendo la advertencia de la profesor Griggs de que no pueden hacerlos solos. Por fortuna, el periodismo tiene el poder de examinar cualquier aspecto de la sociedad y, de esa manera, puede encender un debate que podría ayudarle a poner en orden su propia casa.

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jueves, noviembre 16, 2006

La vida después de Zune



Hoy más que nunca, la relación entre tecnología y periodismo es inseparable . Este artículo de The Economist se refiere al lanzamiento de Zune, la plataforma de música y video portátil que Microsoft acaba de estrenar. Un alto ejecutivo de British Telecom dijo hace unas semanas en este semanario británico que la convergencia debiera significar la libertad de los consumidores para elegir y usar cualquier servicio en cualquier lugar. Y Zune parece ir en ese camino, como el interés de los medios de ampliar su capacidad de emitir noticias y programas en todas las plataformas posibles. En el texto se detallan virtudes y defectos de la nueva apuesta de Bill Gates, justo en un momento que Microsoft busca ampliar su espectro de negocios en la web.


Por The Economist

WHO in his right mind would step into the ring against
the iPod? Apple Computer's sleek music-player, and its
iTunes software and online store, dominate the
digital-music industry as comprehensively as
Microsoft's Windows operating system dominates desktop
computing. But just as Apple has tried for years to
loosen Microsoft's grip on computing, so Microsoft now
hopes to loosen Apple's hold on digital music. On
November 14th, the software giant will launch Zune, a
music-player that looks and works very much like an
iPod.

Zune is unlikely “to make any dent at all in Apple's
market share,” says Tim Bajarin of Creative
Strategies, a consultancy in Silicon Valley. But
Microsoft probably has no choice but to try, he adds.
During its first 25 years, he says, Microsoft
succeeded above all by bringing computer technology to
businesses; to succeed in its next 25 years, it must
turn its attention to consumer gadgets, for that is
where the innovation and growth will be. But the
formula with which Microsoft achieved its dominance in
the first round appears not to be working in the
second. So Zune is based on a very different business
model—evidence that Microsoft is changing.

Microsoft's music-player is a device that is tightly
coupled to music-library software that runs on a
computer, and to Zune Marketplace, an online music
store. The Zune device does not work with other online
stores, even those of Microsoft's partners; and Zune
Marketplace does not offer songs for non-Zune devices.
Zune, in other words, is a proprietary bundle of
hardware, software and service—exactly like Apple's
iPod-iTunes combination.

For Microsoft this amounts to an about-face shocking
enough that Robbie Bach, the executive who runs the
company's entertainment division and who devised the
strategy, goes out of his way to play down its
importance. Microsoft's traditional approach is to
stay out of hardware and concentrate on making
software, such as Windows, which it licenses to as
many hardware companies as possible. Competition turns
hardware into a low-margin commodity, but Microsoft,
as owner of the software standard, makes a fortune.

In recent years, Microsoft tried to use the same
approach with consumer technologies. It developed
music and video software and invited gadget-makers to
build hardware around it, and other firms to build
compatible online stores to sell content. This “flat
out didn't work,” says Matt Rosoff of Directions on
Microsoft, a specialist research firm. In the case of
music, Microsoft's PlaysForSure software proved flaky:
not all music from all stores would play for sure on
all players, and the iPod remained unchallenged.

So Microsoft has ditched the idea of providing
enabling software to other firms in favour of Apple's
approach of doing everything itself. Its first move in
this direction came with its Xbox games consoles, in
which hardware, software and an online service are
tightly coupled. (The Xbox division also reports to Mr
Bach.) Zune is much more controversial, however,
because Microsoft's pre-existing hardware and service
partners are left high and dry. “I've never seen a
business so blatantly screw its business partners,”
says Peter Sealey, a professor at Berkeley's Haas
School of Business.

The about-turn on digital music is not the only recent
shift in Microsoft's strategy. Having campaigned for
years against open-source software, it has lately
changed its stance. Last month it formed a partnership
with Zend, a small Israeli-American firm, to make PHP,
an open-source programming language that powers many
large websites, work better with Windows. And last
week it struck a deal with Novell, a long-time enemy
that is now a strong proponent of Linux, the
open-source operating system that competes with
Windows, to ensure that Windows and Linux can run
smoothly alongside each other on big computers.

This does not mean that Microsoft now thinks
open-source software is a good thing. It hopes to make
Windows more attractive to firms running large
websites, and by promoting Novell's flavour of Linux
as the natural partner for Windows it hopes to
undermine other flavours backed by Oracle, IBM and
Sun. But previously it would have nothing to do with
open source at all. Steve Ballmer, Microsoft's boss,
once called it a “cancer”.

Microsoft has also been shifting its business model
for delivering software in response to Google and
other firms that let users access e-mail, word
processing and other software via the web, rather than
installing software on their own computers. The
mission of Microsoft's new online-services division is
to become, in effect, an in-house Google, while Mr
Bach's division does its best to imitate Apple with
Zune.

As Microsoft borrows from Apple, the opposite is also
true. After failing to defeat Microsoft in operating
systems, Apple learned a valuable lesson and has
opened up its music technology just enough to make it
a standard. It licensed the iPod's connector-plug so
that other firms could make accessories for it, and it
made the iPod and iTunes available on Windows,
something that would once have been unthinkable. The
great irony of the epic rivalry between Apple and
Microsoft, says Mr Bajarin, is that the longer they
fight, the more they resemble each other.

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martes, noviembre 14, 2006

La experiencia de un verificador


Andy Young era uno de los fact checker del New Yorker al momento de escribir este artículo. Y la Escuela de Periodismo de la UDP lo reproduce en la última edición de la revista Dossier. No sólo es interesante conocer cómo trabaja un verificador de datos, también es importante entender cómo se resuelven las más mínimas dudas que aparecen al construir un artículo e intentar acercarse a la verdad. Chile está a años luz de contar con verificadores, porque las estructuras de los medios están a años luz del ideal. Un ejemplo: sólo el 30% de los periodistas del NYT escriben de un día para otro. En Chile, dudo que alguien no lo haga. No por eso deja de ser edificante saber cómo podemos hacer del periodismo una profesión más rigurosa y creíble.


Por Andy Young
Me gustaría describir un poco la revista donde trabajo. The New Yorker acaba de cumplir 86 años y es, para bien o para mal, la revista semanal más importante de Estados Unidos. Fue concebida en los años 20 como revista humorística y como crónica de la ciudad de Nueva York en la época del jazz. Publicaba artículos de autores humorísticos como Dorothy Parker, Robert Benchley, AJ Liebling y James Thurber.

El tono de la revista cambió durante y después de la Segunda Guerra Mundial. En el año 1946, publicó, en varias entregas, Hiroshima de John Hersey, una obra seminal sobre los efectos de las bombas nucleares en la población de Japón. Esta obra también ayudó a crear el tono de la revista –una actitud de perplejidad, a veces exagerada, hacia el Gobierno de Washington, y un sentido de que esa ciudad está poblada por gente que no saber pensar. Ese tono no ha cambiado mucho a través de los años.

En las décadas de los 50 y 60 la revista también empezó a ser reconocida –todavía lo es– por los cuentos que publicaba cada semana. El New Yorker ha publicado a Philip Roth, John Updike, John Cheever, Nabokov, Borges, James Baldwin, y J. D. Salinger, el autor tal vez más asociado con el estilo de la revista.

En esos años también publicó In Cold Blood (A sangre fría) de Truman Capote y Silent Spring (Primavera silenciosa) de Rachel Carson, dos obras que cambiaron la manera en la que se escribe la “no ficción” y que, en el caso de Rachel Carson, facilitaron el desarrollo del movimiento ecologista en Estados Unidos. Más adelante, publicó a autores como Seymour Hersh, Joan Didion, Janet Malcolm, Raymond Carver y Adam Gopnik. En los últimos años, la situación ha vuelto a cambiar. Ha terminado la época en la que se podían dedicar 20 mil palabras al ciclo vital del trigo. Tampoco creo que el futuro nos ofrecerá otro artículo sobre la vida cotidiana de una dominatrix de lujo o una estrella del cine porno. Los autores de cuentos que la revista publica son más internacionales –pueden servir como ejemplos Haruki Murakami, Zadie Smith y José Sara-mago–. Desde el 11 de septiembre de 2001, la revista, como todo el país –o por lo menos eso espero– se ha vuelto más sensible a los temas y acontecimientos internacionales.
Mirando en los archivos, encontré solamente tres o cuatro artículos sobre España antes de los atentados de Madrid en 2004. Un artículo sobre la carestía de los comestibles después de la segunda guerra, dos sobre procesiones religiosas y la cocina española, y un artículo de Jon Lee Anderson, a quien todos aquí conocemos bien, donde realiza un retrato del Rey Juan Carlos. Desde 2003 he corregido dos artículos sobre España, uno de Jon Lee, sobre el movimiento vasco, y otro de Larry Wright sobre las investigaciones realizadas después del 11 de marzo. Me fijé en los archivos –de una manera poco sistemática, debo admitir– para recordar los artículos que he corregido desde el 11 de septiembre, y encontré por lo menos ocho artículos largos sobre Afganistán, diez más o menos sobre Irak e Irán, y demasiados


Una vez verifiqué un poema que describía una laguna en Puerto Rico que estaba iluminada por la luz de ciertos animales fosforescentes. Descubrí en mis investigaciones que el poeta no sabía nada de estos animales. Había inventado términos científicos para describir lo que él había visto, detalles que hubieran parecido ridículos a cualquier lector con un conocimiento básico de biología. Tuve que explicar todo esto al editor. Desgraciadamente eliminaron el poema.



artículos para contar sobre las mentiras y las excusas del Gobierno para racionalizar sus guerras y las torturas en Abu Ghraib y Guantánamo.

Ahora quiero empezar a explicar los procedimientos de fact checking o verificación de datos en The New Yorker. La revista toma muy en serio este proceso, más en serio que otras revistas. Es un proceso que prácticamente no se realiza en los periódicos o en las editoriales literarias. En realidad es un lujo que se ofrece a nuestros autores, pero, a fin de cuentas, sirve para proteger a la revista de litigios por difamación y de la publicación de errores vergonzosos, como por ejemplo un artículo en el cual se decía que Jackson Pollock había asistido a una cena en 1970, catorce años después de su muerte. Este es un ejemplo real de un artículo que yo revisé. La verificación de datos ayuda a cruzar la línea, a veces poco clara, entre la realidad y la ficción. Los escándalos recientes de Jayson Blair y Judith Miller en The New York Times, y de James Frey, el autor de las memorias A Million Little Pieces (En mil pedazos), que –ahora que sabemos que contenían una porción alta de invención–, han demostrado la utilidad de la verificación.

En New Yorker hay 16 fact checkers –un número inferior al de correctores de manuscrito o copy editors, pero superior al número de verificadores de otras revistas. Algunos de mis colegas son jóvenes, recién licenciados; otros realizan este trabajo desde antes de que yo naciera. La sección tiene un director, que antes fue verificador, que también escribe artículos para otras publicaciones. Él resuelve los problemas complicados que surgen y se ocupa de entrevistar y contratar a nuevos empleados. Tiene dos delegados que se encargan del flujo de artículos y de otros asuntos de organización. Todo lo que se publica en la revista es verificado, incluso las historietas gráficas, las portadas, los poemas, los cuentos, las reseñas de arte y, por supuesto, los artículos periodísticos.
Una vez verifiqué un poema que describía una laguna en Puerto Rico que estaba iluminada por la luz de ciertos animales fosforescentes. No me acuerdo cómo se llamaban, pero descubrí en mis investigaciones que el poeta no sabía nada de estos animales ni tampoco de cómo producían su fosforescencia. Había inventado términos científicos para describir lo que él había visto, detalles que hubieran parecido ridículos a cualquier lector con un conocimiento básico de biología. Tuve que explicar todo esto al editor. Desgraciadamente eliminaron el poema. El poema era bueno, pero la falta de un sentido básico de la ciencia lo sacó de la revista. Nunca más he querido verificar poemas por el terror de torturar a los pobres poetas.

Al poco tiempo de mi llegada a la revista, verifiqué un artículo escrito por el novelista Jeffrey Eugenides sobre un antropólogo, un sexólogo que estudiaba a los hermafroditas en la selva de Papúa Nueva Guinea. Eugenides decía que los pájaros y los monos de la selva no habían dejado dormir al sexólogo. Yo pensé: “¡Claro! Eso me parece muy lógico”. Unas semanas después me llegó una carta de un primatólogo jubilado. Los especialistas en temas


Lo más vergonzoso que me ha pasado fue corrigiendo un artículo de Jon Lee sobre Gabriel García Márquez. Gabo había estado enfermo. En internet empezó a circular el rumor de que había muerto. El redactor jefe de la revista, David Remnick, conoció el rumor y me pidió que llamara a la mujer de Gabo, que estaba en Colombia (él estaba en México), para preguntarle si era cierto. Con pocas ganas, la llamé. Se puso frenética porque tampoco sabía si el rumor era correcto. Por suerte, Gabo estaba vivo, pero nos costó mucho que sus familiares volvieran a hablarnos después de esa metedura de pata.



raros, especialmente los especialistas jubilados, son los enemigos de los fact checkers. El primatólogo insistía que teníamos que publicar una corrección porque resulta que no hay monos en la selva de Papúa Nueva Guinea. Pensé: “¿qué importa?”. Se lo dije al director de la sección, pero él me explicó muy seriamente que sí era importante y que yo tenía que haber averiguado si había monos en Nueva Guinea. Si no los había, debería haber ofrecido al autor la opción de reemplazar los monos por otro animal indígena. ¿A lo mejor lo que arruinaba el sueño del sexólogo era el ruido de pájaros e insectos? Dos semanas más tarde llegó otra carta del primatólogo, donde mostraba un estado de pánico. Resulta que había investigado el tema, y que, a causa de la despoblación forestal y el desplazamiento de las poblaciones de monos, ahora sí había monos en la selva de Papúa Nueva Guinea. Por primera y última vez, celebré la destrucción de las selvas prístinas y empecé a tener dudas sobre la carrera que había elegido.

Estos son ejemplos triviales de lo que hacemos, pero indican el nivel de precisión y de detalle que se espera de los fact checkers. No importa si el artículo es sobre un episodio de la vida de la esposa del Marqués de Sade (en ese caso, por lo menos no hay peligro de litigio), o si es un artículo que podría afectar la política del Gobierno, como la serie que publicamos sobre los abusos en Abu Ghraib. Un aspecto del trabajo que todos apreciamos es que cada semana acaba siendo como un curso intensivo sobre cosas como la historia de los Marsh Arabs (árabes del pantano) en el sur de Irak o sobre la vida política de Hugo Chávez, Augusto Pinochet o sobre la lengua indígena Eyak, un idioma casi olvidado que sólo habla una señora anciana en Alaska.

Cuando un artículo es aceptado por los editores, lo mandan al director de los fact checkers que nos lo pasa. Muchas veces, la selección de verificador depende de los intereses o de la preparación o especialización de cada uno. Por ejemplo, a mí casi nunca me escogen para corregir artículos sobre economía, sobre deportes o artículos que requieren un conocimiento del alemán o el francés. Muchas veces me escogen para corregir artículos sobre artistas o cualquiera que requiera pelear con la gente de la Casa Blanca. Cuando me mandan un artículo, lo leo rápido la primera vez. Una de las ventajas de tener muchos empleados es que si un artículo realmente no me interesa, puedo decírselo al director y pasárselo a otra persona. Después de leerlo, generalmente llamo al autor y al editor para preguntarles si piensan que el artículo está listo y terminado o si creen que todavía pasará por muchos cambios o si el periodista todavía está entrevistando sus fuentes. Lo más importante es hablar con el autor del artículo sobre sus fuentes. Si el artículo es sobre una nueva biografía de García Lorca, las fuentes son bastante obvias: otras biografías, las obras de García Lorca, su correspondencia, etcétera. En ese caso, es posible que no tenga que hacer ninguna llamada.

Si el artículo habla de cómo el Ministerio de Defensa falsificó la información sobre las supuestas armas de destrucción masiva y engañó a las Naciones Unidas y al mundo entero para justificar una guerra contra Irak (éste fue el tema de un artículo de Seymour Hersh que yo verifiqué) el proceso es mucho más complicado. Hay que llamar a agentes de la cia, a los representantes del ministerio, a funcionarios importantes en la Casa Blanca, etcétera. En este caso, tuve que crear listas muy largas de preguntas basadas en la información que se revelaba en el artículo y las mandé a todas esas personas. Se trata de preguntas muy específicas que deben parecer cómicas a las personas que las reciben; en realidad, creo que más bien las encuentran irritantes, porque son personas muy ocupadas que no tienen ganas de perder el tiempo contestando mis listas de preguntas. En el caso del artículo de Seymour Hersh, las preguntas iban desde qué despacho es el que está al lado del de una persona o si otra persona estudió con un determinado profesor en los años 60 en la Universidad de Chicago. También hay preguntas más complicadas como, por ejemplo, ¿es verdad que los pocos empleados top secret de la Oficina de Planes Especiales en el Ministerio de Defensa se autodenominan “la cábala”? En algunas ocasiones es necesario verificar conversaciones que han sido relatadas por terceras personas que no intervinieron directamente. Por ejemplo, un senador explicó a un periodista lo que el Presidente le contó sobre un asunto. Entonces, acudimos a la oficina del Presidente para preguntarle si recordaba la conversación como la había contado el senador. Muchas veces, las versiones no coinciden y hay que modificar el texto para que aparezca la conversación en el artículo.

Una parte importante del proceso de verificación de un artículo de este tipo es poder valorar si se puede confiar en las fuentes del periodista. Para hacerlo, debemos preguntarnos: ¿Quién es esta persona? ¿Tiene acceso a esa información? ¿Cuáles son sus motivos para hablar de estos temas con un periodista? Yo siempre sé la identidad de las fuentes secretas del periodista, aunque no se publiquen sus nombres y aparezcan como “un ex oficial de la cia” o “una fuente de la Casa Blanca”. A veces, cuando hablo con una fuente, me doy cuenta de que esa persona no es completamente fiable. En algunos casos, sus motivos y prejuicios resultan demasiado evidentes, su versión de los hechos es demasiado vaga, parece que está mintiendo o la historia que me cuenta no está de acuerdo con lo que dicen otras fuentes.

Esto es lo que pasó en los meses antes de la Guerra de Irak con los artículos de Judith Miller para el New York Times. Judith Miller tenía acceso a personas con información sobre las armas de destrucción masiva, personas que formaban parte o tenían vínculos muy estrechos con los niveles más altos del Gobierno. Sus artículos comenzaron a generar temor en el público porque decían que Irak estaba preparando la construcción de armas nucleares. Colin Powell hizo referencias a la información de los artículos de Miller en su declaración ante el Consejo de Seguridad de la onu antes del inicio de la guerra. No puedo decir con seguridad que esos artículos no habrían sido publicados en The New Yorker. Muy posiblemente habrían sido publicados, pero solamente después de haber sido verificados por alguien como yo. Para hacerlo, habríamos hablado con sus fuentes y hecho todo lo posible para saber los nombres de todas las personas con quien ella había hablado y si era verdad que tenían acceso a la información que decían tener. En el mejor de los casos, habríamos hablado con sus fuentes después de haber leído las notas de sus entrevistas. Aunque no siempre es posible conseguir estas notas, nuestros periodistas saben que es una parte importante del proceso. No es algo que pasemos sin mucha discusión previa. También saben que tenemos la política de llamar a todas las fuentes.

A veces, las fuentes se resisten a dedicar tiempo para hablar por teléfono conmigo. Les digo que si Hugo Chávez estuvo dispuesto a dedicarme media hora, ellos –directores de museos, funcionarios menores, etcétera– también lo pueden hacer.

Cuando nos mandan un artículo que parece dudoso –y a veces pasa–, por lo general no se publica en seguida. Se dedican varias semanas y se pide que el autor realice más investigaciones en las que nosotros le ayudamos. En el caso de las fotos de las torturas y humillaciones en Abu Ghraib, Seymour Hersh –el periodista que reveló la noticia– tenía un cd con reproducciones de las fotos. En ese caso, nos pareció que las fotos bastaban para publicar un artículo sobre los abusos donde aparecieron varias imágenes. No puedo decir cómo el señor Hersh obtuvo esas fotos, pero sí puedo decir que lo primero que hicimos fue determinar si eran auténticas. Más tarde aparecieron fotos falsas en Inglaterra, por ejemplo. Nosotros pudimos determinar que eran auténticas, que fueron tomadas en Abu Ghraib y, hasta cierto punto, confirmamos la identidad de las personas que aparecían en las fotos. La revista esperó una semana para publicar el artículo y así nuestros abogados tuvieron tiempo para revisarlo y nosotros para asegurarnos de que lo que decíamos era correcto.

Hace unos años, trabajé con Jon Lee Anderson en un artículo sobre Augusto Pinochet. Jon Lee había hablado con un miembro de la familia de Pinochet que le dijo que el general estaba en Inglaterra recuperándose de una operación. No hablé con Pinochet, pero lo hice con otros miembros de su familia y de su entorno y pude determinar que Pinochet todavía estaría en Inglaterra cuando el artículo apareciera publicado. En el texto se hablaba de la investigación del juez Baltasar Garzón y de su orden de arresto por violaciones de los derechos humanos. Pocos días después de su publicación, Garzón logró que arrestaran a Pinochet. Estoy seguro de que el familiar que nos habló no estaba nada contento con el resultado de su indiscreción, pero, ¿cómo podía ser tan estúpido para pensar que Jon Lee, el autor de una biografía de Che Guevara, podía escribir un artículo positivo sobre Pinochet?.

Otro artículo de Jon Lee, que corregí hace unos años, era sobre el período que vino después de la guerra civil en Liberia, un país fundado por ex esclavos americanos. El presidente de Liberia, Charles Taylor, que ahora está exiliado pero sigue teniendo mucha influencia en el país, aceptó hablar conmigo por teléfono. Me dijo que sí que era verdad que él mismo había matado a varias personas, pero que había sido durante una guerra civil. También me aseguró que le había pegado un tiro en la rodilla a su rival y lo había quemado vivo, una escena que fue transmitida por la televisión en directo. Me explicó que lo había hecho solamente para mandar un mensaje a sus opositores. Me sorprendió cuando me dijo: “Andy, me parece muy ofensivo el uso de la palabra ‘warlord’ (comandante en jefe militar) porque tiene connotaciones negativas”.

Lo más vergonzoso que me ha pasado desde que trabajo en la revista fue corrigiendo un artículo de Jon Lee sobre Gabriel García Márquez. Ahora sé que a Gabo no le gustó el artículo porque hablaba de todas sus casas y de su vida de jet-set. Pero la persona a quien debo pedir disculpas no es él sino su mujer. Gabo había estado enfermo y pasó un tiempo en el hospital. En internet empezó a circular el rumor de que había muerto. El redactor jefe de la revista, David Remnick, conoció el rumor y me preguntó si era verdad. Yo no tenía ni idea. Me pidió que llamara a la mujer de Gabo, que estaba en Colombia (él estaba en México), para preguntarle si era cierto. Con pocas ganas, la llamé. Se puso frenética porque tampoco sabía si el rumor era correcto. Por suerte, Gabo estaba vivo, pero nos costó mucho que sus familiares volvieran a hablarnos después de esa metedura de pata.

Hablaré un poco del uso del internet en mi trabajo. Por supuesto una persona puede mentir o repetir un rumor a uno de nuestros periodistas, pero esas mentiras y esos rumores son “inmortales” en internet. Los archivos electrónicos de artículos son sumamente útiles y es esencial poder encontrar ensayos y discusiones de cualquier tema, desde el kickboxing Thai hasta la literatura medieval española. Antes de internet, no sé cómo la gente que hacía este trabajo podía encontrar rápidamente la información que necesitaba; pero, en el fondo, es lo que hace que mi trabajo sea interesante, y muchas veces lo es, aunque no siempre. Les puedo asegurar que verificar la ortografía de los nombres no es lo más divertido del mundo. Es más interesante la posibilidad de comunicarse con la gente de una forma civilizada. Eso hace que este trabajo sea una parte importante del periodismo.

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viernes, noviembre 10, 2006

¿Tienen futuro los diarios?


La pregunta ya es repetitiva e, incluso, un poco aburrida. Los diarios son como el equipo de fútbol que está a punto de descender a segunda división: nadie quiere hablar de ellos a pesar de que siempre hay gente que los sigue. Para hablar en público, es mejor Internet. En todo caso, no parece razonable omitir la discusión. De los muchos artículos publicados sobre este tema, es importante destacar este que apareció Time. En especial porque plantea la estrategia de los mayores conglomerados en EE.UU. y la posibilidad de que en un futuro cercano se conviertan en empresas de medios online y dejen el papel. La semana pasada, nuevamente -salvo el NYT- los diarios más importantes en EE.UU. mostraron una caída en sus ventas y las noticias de recorte de personal en dichas compañías ya se hicieron habituales. www.time.com/time/magazine/article/0,9171,1538652,00.html


Por Michael Kinsley
It seems hopeless. How can the newspaper industry
survive the Internet? On the one hand, newspapers are
expected to supply their content free on the Web. On
the other hand, their most profitable
advertising--classifieds--is being lost to sites like
Craigslist. And display advertising is close behind.
Meanwhile, there is the blog terror: people are
getting their understanding of the world from random
lunatics riffing in their underwear, rather than
professional journalists with standards and passports.

Ten years ago, it was a challenge for websites to get
people to spend time for pleasure in front of a
computer screen. "Your problem will be solved
actuarially," a computer-sciences professor assured a
group of Web pioneers, and sure enough, it was. Now
the problem is to get people under 50 or so to pick up
a newspaper. Damp or encased in plastic bags, or both,
and planted in the bushes outside where it's cold,
full of news that is cold too because it has been
sitting around for hours, the home-delivered newspaper
is an archaic object. Who needs it? You can sit down
at your laptop and enjoy that same newspaper or any
other newspaper in the world. Or you can skip the
newspapers and go to some site that makes the news
more entertaining or politically simpatico. And where
do these wannabes get most of their information? From
newspapers, of course. But that is mere irony. It
doesn't pay the cost of a Baghdad bureau.

Newspaper angst is now focused on the Los Angeles
Times, where I was editorial and opinion editor in
2004 and '05. Long the industry's leading example of
needless excellence, the Times has had bureaus around
the world, a huge Washington staff and so on. Yet it
had a near monopoly in its own town and made little
attempt to compete elsewhere. So what was the point?

The Tribune Co. of Chicago, which bought the L.A.
Times six years ago, has been asking that question and
answering it with demands for cuts in budget and
staff. One might ask what the point of the Tribune
approach is as well. The Tribune paid a premium for a
premium paper and seems intent on dragging it down
into mediocrity. That may improve margins in the short
run, but it does nothing to address the fundamental
crisis of newspapers. Two weeks ago the Times's editor
and publisher publicly refused to chop any further,
which doesn't address the crisis either.

Some believe that the answer is to restore local
ownership. Newspapers were born free, and yet
everywhere they are in chains, like Gannett. Fueled by
noblesse oblige and municipal pride, a wealthy local
won't need to squeeze the last dollar out of the
business. Just look at the Sulzbergers of the New York
Times and the Grahams of the Washington Post. Ah, but
there is a difference between folks who get rich
owning a newspaper and folks who get rich and then buy
a newspaper. As a rule, rich folks don't buy expensive
toys for other people to play with.
So are we doomed to get our news from some acned
12-year-old in his parents' basement recycling rumors
from the Internet echo chamber? Not necessarily. The
fact that people won't pay for news on the Internet
isn't as devastating for the old medium as it seems.
People don't pay for their news in traditional
newspapers: they pay for the paper, which typically
costs the company more than it charges for the
finished product. So in theory, giving away the news
without the paper looks like a good deal for
newspapers, if they can keep the advertising.

Once you've rented an apartment online, you know that
traditional newspaper classifieds, with their tiny
type, have no future. But only slow-footedness has
kept newspapers from dominating online classifieds.
Technology can be bought, but the brand value of a
local newspaper cannot (unless you buy the paper).
Maybe it's too late, but if newspapers have missed
this boat, it's their own fault.

Newspapers are not missing the blog boat. They are
running for it like the last train out of Paris. They
hold their breath and look the other way as their most
precious rules and standards get trampled in the rush,
and figure they'll worry about that later.

And later? The "me to you" model of news gathering--a
professional reporter, attuned to the fine
distinctions between "off the record" and "deep
background," prizing factual accuracy in the narrowest
sense--may well give way to some kind of "us to us"
communitarian arrangement of the sort that thrives on
the Internet. But there is room between the New York
Times and myleftarmpit.com for new forms that liberate
journalism from its encrusted conceits while
preserving its standards, like accuracy.

I'm not sure what that new form will look like. But it
might resemble the better British papers today (such
as the one I work for, the Guardian). The Brits have
never bought into the American separation of reporting
and opinion. They assume that an intelligent person,
paid to learn about some subject, will naturally
develop views about it. And they consider it more
truthful to express those views than to suppress them
in the name of objectivity.

Newspapers on paper are on the way out. Whether
newspaper companies are on the way out too depends.
Some of them are going to find the answers. And some
are going to fritter away the years quarreling about
staff cuts.

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lunes, noviembre 06, 2006

Jon Lee y el Periodismo en estado de guerra


Esta es una entrevista a Jon Lee Anderson, redactor del New Yorker y que fue publicada por la revista Dossier,que edita la Facultad de Comunicación y Letras de la UDP. Anderson es uno de los grandes periodistas estadounidense. Siempre dispuesto a no negociar una envidiable independencia, trabajó para The Nation, New York Times, Harper´s y The Guardian. Sus perfiles -especialmente los relacionados con los más crueles tiranos- son parte sustancial del periodismo hoy. De hecho, el mito es que su perfil de Pinochet -publicado en el New Yorker- alertó a Baltazar Garzón sobre la presencia del dictador en Londres. Jon Lee además, debe ser uno de los periodistas que más sabe de Oriente Medio. Su último libro, La Caída de Bagdad, recibió elogios por su contenido y estilo narrativo. Pero más allá de su historia, es interesante conocer cómo ve la profesión uno de los grandes profesionales estadounidenses.

¿Dónde están tus instintos hoy? Dices que quieres volver a África, hacer algo en América Latina, pero es difícil. Estados Unidos está en guerra e Irak se ha convertido en tu centro de operaciones.
Hay que entender que el periodismo es la forma que yo utilizo para comunicarme con el mundo. Soy una persona interesada en lo que pasa alrededor mío; siempre he tenido el afán de entender el mundo y lo hago a través de mi profesión. El periodismo me da la posibilidad de indagar problemas, de entender cosas que me afectan e interesan. No creo saberlo todo, de hecho desconfío de ese tipo de periodista, pero sí busco una manera de incidir en la opinión pública. Estados Unidos es el país más influyente en el mundo y genera la mayor cantidad de noticias. Entonces, mi responsabilidad como periodista es investigar en lo que esté implicado mi país. Incluso siento que a veces mi rol es mediar, ya que no sólo soy norteamericano, sino ciudadano del mundo. He vivido en 14 ó 15 países durante toda mi vida. Entiendo a mi país como estadounidense, pero también como si fuera de Chile o de Inglaterra. Mi mayor preocupación como persona o como periodista es definir racionalmente la coyuntura en la que estamos, porque a diario tendemos a alejarnos hacia un mundo incierto, sólo de percepciones. Tenemos un mundo en colisión: decirlo y enseñarlo es también nuestra función. Así siento mi trabajo, en especial en estos momentos.

¿A qué te refieres con ser un mediador?
Hay personas que creen saber mucho y hablan de otra gente sobre la base de falsas teorías de conspiración o simplemente porque están adscritos a una fe. La situación es peor aún si sumamos a las tecnologías, que tienen el terrible potencial de hacer pensar a la gente que sabe cosas sobre otros, sin que realmente tenga conocimiento de los hechos o los fundamentos de esos hechos. Ese es uno de los grandes problemas que veo en este mundo virtual, lo que obligan a tomar el rol de mediador. Mi periodismo no se basa en creencias, sino en lo empírico, en lo experimentado. En lo que veo y muestro. Y me siento mediador, porque intento trasladar e interpretar esa realidad al mundo, más allá, para que otros lo comprendan. Por ejemplo, trato de hacer entender a un norteamericano que alguien en Irak es bastante parecido a él. Con diferencias culturales, por supuesto. Pero muy parecido.

¿Cómo se hace para que esta mediación no se transforme en manipulación? En especial cuando ves que el mediador está rodeado de un proceso muy fuerte de manejo de información.
Es una preocupación, sin duda. Estoy más conciente de la palabra mediación después del 11/9, cuando Irak y Afganistán entraron en la agenda mundial. Después del ataque a Estados Unidos apareció un grupo de gente con ideas muy fijas de lo que significa ser norteamericano o ser occidental, y es muy difícil hacerlos cambiar de opinión. A eso iba con el mundo que cree tener conocimientos amplios y no son más que teorías de conspiración y juicios culturales y religiosos. En mi país tenemos muchos políticos que inciden de forma violenta y determinante en muchas otras culturas, y para lograrlo predican un integrismo propio, lo que implica un retorno a la Edad Media. Ante esa situación, creo que es un deber social de nosotros los periodistas abrir en otras personas y en ese sentido me siento un “mediador”. Escribo para el New Yorker, un medio norteamericano que se dirige a una elite, pero que también tiene relevancia en otras clases sociales y en otros países, donde lo siguen y respetan. Estoy conciente que lo que escribo puede tener repercusiones y eso conlleva a una responsabilidad mayor. Sin duda que cualquiera de nosotros puede ser manipulado y es uno de los peores riesgos que tenemos hoy en día. Y quizás, como nunca antes.

¿Por qué?
A veces los intereses del gobierno reflejan los intereses estrechos de un grupo de poder, o de un magnate de un país que a su vez es dueño de un medio. Los periodistas son, al fin, empleados y, por ende, sujetos a esos intereses. Gracias a los nuevos instrumentos tecnológicos, ha aumentado la posibilidad de que los medios se transformen en armas de doble filo. Hace 50 años atrás, los periodistas hablaban de la guerra desde la óptica exclusiva de los ejércitos de sus países. Ahora no. En las últimas décadas, desde Vietnam, se ha abierto el campo de acción de los periodistas en las guerras. El público espera mas amplitud de cobertura, no siempre desde una óptica patriótica; quieren conocer la verdad de lo que ocurre. Esto representa una amenaza real para los bandos en conflicto, que antes solían controlar la información a través de periodistas leales. Ahora son muchos que te dicen “estás con nosotros o no estás”. Han aumentado los secuestros, los asesinatos y la agresión a los periodistas en todo el mundo. Las presiones vienen desde los protagonistas de los hechos. Por eso la importancia de no dejarse tentar por la manipulación y darle un objetivo mayor a lo que uno hace como profesional. Por otro lado, los periodistas siempre corremos el riesgo de ser manipulados por el editor, el dueño del medio o los protagonistas de la noticia. Hay veces que uno sabe que debe que reportear y de que forma, ya que se puede ofender a tal y cual, y uno pierde el trabajo. Esa es una experiencia para muchos periodistas en el mundo donde la prensa no es verdaderamente independiente. Es algo que ha existido y existirá siempre. Más aún cuando hay conflicto. Por lo mismo, la necesidad de tener valor ético es más relevante hoy que nunca.

Otra forma de manipular es acotando los temas. Decir que Darfur en Africa es un hecho sin relevancia, a pesar del genocidio de 50 mil personas. Lo mismo ocurrió en el caso de Ruanda y Bosnia. La forma que tienen los dueños de “mediar” en la información es diciendo, por ejemplo, Latinoamérica no tiene ninguna importancia en la agenda mundial. Esto finalmente puede desanimar a muchos periodistas. Incluso a ti, que te interesas por esta parte del planeta.
Cuántas veces he escuchado a los dueños de los medios decir que a nadie le interesa Latinoamérica. Y he visto a mucho periodistas frustrarse y sentirse abandonados. Pero ese no es el tema. También estos periodistas tienen una opción si lo creen verdaderamente importante. Pueden abandonar estos medios, independizarse y escribir sus propios libros o revistas, o participar de un grupo activista de derechos humanos. Hay muchas alternativas para los periodistas agobiados, aunque siempre sea más difícil. Los recursos económicos son parte de esas barreras. Algunos tienen 35 años, tienen hijos y se acomodan a una vida sin problemas. Otros se frustran. De joven yo escribía para Time desde El Salvador. Si bien la revista me apreciaba como periodista, no le gustaba lo que yo estaba enviando desde ese país porque, según su editor, era muy cruento. Debido a la tendencia política del director de ese momento, muchos de mis artículos nunca salieron a la luz, porque lo que yo reporteaba ni ayudaba a su causa preferida. Entonces, mi recurso fue contar a otros colegas, algunas de las cosas que descubría. También hice algunos trabajos free lance. En otros casos dejé “chorrear” información a organizaciones de derechos humanos o en algunos casos yo tenia información que implicaba la diferencia entre la vida y muerte de algunas personas, y no podía sentirme ser humano si simplemente la guardaba y me quedaba callado. Así, a pesar de lo sofocado que me sentía, pude mantener la integridad ética y moral.

Se suele criticar mucho a la prensa estadounidense. Quizás porque representa un referente histórico de la independencia editorial y hoy se le ve jugando un rol más tibio, en especial frente al gobierno de George W. Bush. Muchas publicaciones de importantes universidades de ese país afirman que la luna de miel de la prensa con la actual administración, después del 11/9, fue muy larga y que en estos años la prensa se dejó manipular por el gobierno republicano.

Es cierto lo que dices en torno a las percepciones críticas, y me preocupa tremendamente. Encuentro tanta similitud en las opiniones de gente tan distante como puede ser un ciudadano en Venezuela, otro en Irak o uno en Francia. Tanta gente que cree lo mismo: que los judíos fueron los que bombardearon las Torres Gemelas. O inclusive que fue una conspiración de Bush, porque así podía invadir Irak sin problemas. Parece descabellado, pero lo que ocurre con las teorías de conspiración es que siempre tienen un grado de similitud. Hay un germen de verdad y sobre la base de eso se construye toda una creencia, todo un folklore que se extiende y se extiende desenfrenadamente. Así como estas teorías de conspiración son bastantes difundidas en el mundo —porque la gente no quiere tener dudas y prefiere el blanco o el negro, antes que los grises, que es verdaderamente el lugar para encontrar la verdad—, prefieren escuchar o leer que hubo una entrega total de la prensa estadounidense a la administración Bush. Pero la verdad es lo contrario: la gente conoce muchos hechos muy indignos para la administración Bush, gracias a la mismísima prensa norteamericana. ¿Cómo saben de Guantánamo? ¿Fue un periodista paquistaní quién lo contó? No, fue gracias a la prensa norteamericana. ¿Quién reveló Abu Grahib? ¿Fue acaso la prensa europea, de Arabia Saudita o de Turquía? No, fue un periodista del New Yorker. ¿Cómo sabemos de los líos dentro de la administración Bush o del Pentágono? Definitivamente no por los profesionales de Rusia ni de China. La noticia del muy sonado masacre de civiles en Haditha, Irak, cometido por unos marines norteamericanos que se revelo hace poco, es otro caso. No fue un notición de la prensa chilena ni egipcia, sino la norteamericana, y es más, de la muy ‘mainstream’ revista Time. Todo eso que se sabe o se dice saber sobre Estado Unidos es gracias a los medios de mi país. La prensa estadounidense puede tener errores. Pero si se ha formado la impresión de una prensa norteamericana endeble o tibia, como has dicho, es debido a la libertad de prensa de mi país. Porque lavamos la ropa sucia en público, a diferencia de muchos otros lugares. Por eso todos tienen fijación sobre esa prensa. Esa es la diferencia central entre una nación con libertad de expresión y los que no la tienen de verdad. Después del 11/9 hubo casos de cercanía con la administración Bush por parte de periodistas e inclusive algunos medios fueron obsecuentes. Pero nuestro sistema está hecho para autocorregirse constantemente. Y así fue.

¿No tuviste problemas en el New Yorker por tus notas?
No. Dos semanas antes de la invasión de Irak yo publiqué una crónica en el New Yorker poniendo las voces y los testimonios de iraquíes que afirmaban que si bien Saddam no era un santo de su devoción, tampoco estaban de acuerdo con la invasión que se aproximaba. Y hablé acerca de las dificultades que tuvo la invasión de Gran Bretaña en Irak hace ochenta años. Un poco como advertencia e intentando explicar que Estados Unidos no estaban considerando las consecuencias.

El director de New Yorker, David Remnick, se declaró públicamente a favor de la guerra en un artículo de opinión firmado. Aunque la filosofía de la revista no cambió, hizo que sectores progresistas de Estados Unidos llegaran a denunciar que la revista se había vendido a la Casa Blanca. ¿Cómo viviste ese momento?

El tiene la libertad de escribir lo que piensa en la editorial. Como el New Yorker tiene una diversidad de opiniones, David estaba en su derecho de dar la suya. Pero eso no quiere decir que era la opinión de todo el equipo editorial de la revista. De hecho no lo fue. Y sí hubo discusiones dentro del equipo, por supuesto. Si bien David Remnick tuvo esa opinión, aunque yo no la compartiera, al menos tuvo el profesionalismo de no involucrar el trabajo de la revista. O de que yo reporteara lo que él quisiera desde Irak. Lo que hizo fue una especie de reseña de un libro que se llamaba “The Theatening Storm” que convenció a mucha gente —por la forma en que estaba escrito— de que había una amenaza real en Irak y que era necesario invadir. Kenneth Pollock, el autor, desde hace un año ha pedido disculpas públicas por el texto y el efecto que tuvo.

¿Cómo te explicas que a pesar de que como negocio las revistas estén pasando por un duro momentos, el New Yorker tenga un nivel de fidelidad del 85% entre sus suscriptores, más de un millón de lectores y que en los últimos años incluso muestre utilidades?
No hay otra experiencia similar como esta revista. Es genial en el sentido de que hay algo ahí para todos. Siempre se publica un tema muy ecléctico y otro de mayor interés masivo. Por ejemplo, en el último número hay un artículo acerca de la Corte Suprema, otro sobre un licor prohibido, otro sobre las políticas de Bush en contra de los científicos. Hay críticas de teatro, cine, de todo. Además, ha logrado mantener una mística gracias a David Remnick, que le ha dado contemporaneidad, sin perder las líneas de fondo, lo que significa que debe estar bien escrita.

¿Te imaginas trabajando en otra revista?

Con dificultad.

En general siempre muestras dos facetas. Tanto en tus clases como en tus textos podemos apreciar al periodista y al escritor. A Kapuscinski se le critica que se sale del periodismo para hacer más literatura o que agranda fenómenos para acercarse a un estilo más literario. ¿Cómo manejas que el Jon Lee escritor no se coma al Jon Lee periodista?
Mi oficio es ser periodista, pero mi ojo es de escritor. No creo que uno sea mejor que el otro. Incluso a veces me aflijo, porque no me son naturales algunas cosas que le resultan naturales a un periodista. Si estoy en un juicio, por ejemplo, a veces estoy más maravillado con el tipo de madera que cubre el tribunal, que con lo que dice el abogado. El periodista está pendiente de anotar todo lo que ahí se dice. Yo a veces me siento bastante cojo al momento de reportear un escenario que para un periodista de una agencia de noticias sería algo muy sencillo. A mi me cuesta. Siempre estoy un poquito más en el aire, buscando algo que me haga sentido, que me dé contexto. El escribir una crónica bajo premura o presión no me da tiempo para digerir esa parte subconsciente que uno descubre al investigar, esa parte creativa. En ese sentido, me siento un pintor.

Al escribir, ¿te planteas la misma disyuntiva?
Siempre me siento un poquito frustrado al escribir. Puedo ver una crónica mía de 10 mil palabras y lo que yo recuerdo es sólo una línea o una frase del texto, de la cual me enorgullezco mucho, porque sé que esa frase me salió del alma. Generalmente es una descripción o algo que viene de la intuición, no de mis notas. Si soy un buen o mal escritor no lo sé, pero si hago un esfuerzo para ser un buen periodista. Si estoy escribiendo periodismo hay una línea muy clara entre lo que es imaginación y lo que puedo constatar. No escribo sobre cosas que no me constan. El mundo es tan fantástico tal cual, que no creo que haya que inventar nada. Por eso me asombro de los periodistas que son descubiertos por falsificar o tratar de mezclar episodios de la vida real con su imaginación. Como lo que pasó con Jason Blair en el New York Times. Después de que son descubiertos, estos tipos siempre terminan como novelistas de cine o guionistas... o las dos cosas. Algo parecido a ese problemas de los transexuales. Nacieron mujeres y después quieren ser hombres. Yo no creo que tenga ese problema…

En el artículo sobre el huracán Katrina lograste transmitir el entorno, la descripción de escena, tal como lo haces en tus libros.
Todo depende de cómo lo vives. Con lo que absorbí durante los tres o cuatro días que recorrí las destruidas y anegadas calles de Nueva Orleáns, no podía ponerme a hablar de política. No tenía potestad ni experiencia par acercarme a un escenario sobre las causas administrativas del desastre. Eso es más bien para los diarios. Yo tenía que ir y tratar de experimentar y hacer que la gente experimentara conmigo lo que estaba ocurriendo ahí. Y todo mi entorno era muy dramático. Lo sentía en todo mi ser. Si eso logró plasmarse en la nota es porque lo sentí. No me sentía frío ni neutral. Así es como reacciono en las guerras también. Si me preguntan cuál es la mejor arma de un periodista, es la humanidad: realmente sentir lo que otros sienten.

¿Cómo ves tú el futuro del periodismo? Existe una generalizada opinión de que la tecnología va a dominarlo todo. Las universidades están discutiendo que los jóvenes no leen diarios y las acciones de los periódicos más importantes se van a pique en Wall Street. Jean Francois Fogel, director del lemonde.fr cree que las audiencias van a controlar los contenidos en tiempo real.¿Cómo ves estos cambio?
Sin duda la audiencia es muy importante. Mi amigo Jean Francois lo cree así. Pero si seguimos su lógica y la de las audiencias, todavía tendríamos ajusticiamientos públicos en Inglaterra, pues todo el mundo iba. Era a gusto de muchos una tremenda fiesta, pero a través del tiempo la sociedad se civilizó en algo. Si vas a Texas y le preguntas a los granjeros qué harían con los mexicanos que cruzan la frontera, probablemente respondan que sería bueno ahogarlos a todos en el río Grande. Por las audiencias masivas tenemos hoy día Gran Hermano y todos esos morbosos shows de realidad que apelan a los bajos instintos de los ahorcamientos en público. Es un argumento un poco extremo, diría Jean Francois. Pero si nos apegamos al gusto de las grandes masas consumidores y lo convertimos en canon, perdemos algo intrínsico de nuestra cultura, creo yo.
Yo utilizo el internet también, pero la lectura profunda la hago sobre papel. No me imagino leer un libro en un e-book o e-paper. En fin, lo que es cierto o apropiado para algunos, para otros no lo es. Para algunos el periodismo, tal como lo conocemos, está en jaque por el auge de Internet y sus genialidades, que nos permiten adquirir información de una forma mucho más instantánea que la tradicional. Estamos en el momento que eso implica un reto para los medios tradicionales y muchos están viendo cómo hacen para incidir en las nuevas tecnologías. Yo no puedo pronosticar qué va a pasar de aquí a 50 años. Quizás no tendremos diarios en papel. De todas maneras, si igual es un diario, qué importa si es papel o no. ¿Cuál es el asunto? Pero no creo que el papel deje de existir. Ni que yo como periodista voy a tener que regir lo que yo hago debido al estado de opinión impuesto por unos blogeros. No olvida que a veces lo que se abandona por la fiebre de lo moderno vuelve luego a aparecer, si es útil y valioso, o al gusto de la gente. Hay ejemplos: A la gente le gusta escuchar música en toca disco: desaparecieron del mercado por 10 años, pero reaparecieron porque a la gente les gusta, aunque haya CDs. Los discos de vinilo están para quedarse aunque sean para una minoría. En Inglaterra los diarios se van achicando hasta ser pequeñitos. No está mal. Y si logran ser rentables unos pocos diarios chiquitos y además tener Internet, está bien.

¿Qué importancia le das a la enseñanza del periodismo? ¿Es una vocación? ¿Es una manera de transmitir este espíritu humanista que dices debe tener el periodismo?
Son ambas cosas. No tenía ninguna expectativa antes de comenzar a hacer clases, pero resultó que me sentí bastante bien. Lo gocé mucho. Por una parte me gustó estar en compañía de colegas, de jóvenes, me gustó que otros pensaran que yo tenía algo que compartir. También disfruté la posibilidad de salir de mi mismo por un tiempo. Siento que soy alguien que sigue explorando, que tiene mucho mundo todavía que descubrir. Además, como los alumnos me hacen preguntan, me obligan a pensar en lo que hago. Pienso que hay bastante talento entre los jóvenes y si hay errores que yo puedo compartir ayudo a que otros no los cometan. Uno no puede estar siempre solo en el mundo.

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