Kaplan y los mundos cerrados
Este es un ensayo de Robert D Kaplan, uno de los más importantes colaboradores del Atlantic. En él hace una crítica al periodismo actual y repasa algunos textos que dieron valor para acercar mundos lejanos a la perspectiva occidental. Kaplan, un conservador criticado pero prestigioso, ha recorrido buena parte del planeta -especialmente el Medio Oriente- retratando entornos y sociedades que, en su opinión, los medios tradicionales han abandonado. Este texto fue publicado en el aniversario número 10 de la revista colombiana Malpensante
Por Robert D. Kaplan
Conocer el futuro es fácil, si sólo estuviéramos dispuestos a ver el presente. En la década de 1980, una cosa era enterarse sobre Afganistán a través de informes noticiosos fugaces y esporádicos; otra, ver junto a lo que podría ser considerando un puñado de periodistas cómo los aviones soviéticos y las minas antipersonales mataban diez veces más afganos que toda la gente muerte en el Líbano una guerra con lo que la mayoría de las organizaciones de noticias estaban obsesionadas. Una cosa era ver CNN en directo mientras el Muro de Berlín caía; otra, oír de ello en la entonces Yugoslavia pocas horas después de haber visto a los albaneces tirarle botellas a la policía serbia. Una cosa era oír de boca de los académicos, a principios de los noventa, sobre las perspectivas alentadoras de Africa en la Posguerra Fría; otra, pasarse un día en Conakry, Guinea, buscando una fotocopiadora que funcionara. Lo más peligroso que un escritor puede hacer a veces es describir lo que tiene frente a su cara, ya que los propios ideales y supuestos bajo los cuales muchos de nosotros vivimos dependen del hecho de que se mantenga una cómoda distancia con la evidencia.
Internet ahora hace que los hechos sean tan fáciles de obtener que hay una ilusión de conocimiento donde éste en realidad no existe. Con tantos blogs de bajo presupuesto que hacen poco más que reaccionar de manera emocional a los titulares, raro es el comentarista que realice el trabajo de campo necesario para ganarse sus opiniones o incluso sus prejuicios. Y a medida que los sabihondos llenan el espacio que alguna vez perteneció a los corresponsales del periodismo escrito, el público se aleja cada vez más de las esencias intangibles y de la minucia de los lugares lejanos que explican el presente y, por tanto, se anticipan al futuro.
Por encima de todo, se trata de una falta de interés por la geografía en el sentido amplio, decimonónico, de la palabra, el cual resulta básico en unos tiempos en los que el periodismo se ocupa cada vez más de resumir desde arriba en vez de reportear desde abajo. Los buenos corresponsales internacionales en los medios escritos son excepciones obvias a esta regla. Stephen Kinzer y Barry Bearak de The New York Times este último desde Turquía y Asia Central, el primero desde Afganistán y el subcontinente indio vienen a la mente por su vívida comprensión de la historia local y de la cultura. Y, por supuesto, hay otros. Pero tales periodistas constituyen un mero puñado entre la creciente horda de autodenominados expertos y conocedores, que llenan los paneles transmitidos por televisión y las columnas impresas sin haber tenido que llenar nunca una libreta de reportero.
Barry López, un especialista en temas de la naturaleza, anota que en el actual estado de cosas hasta una noción tan aparentemente obvia como el paisaje americano es una cocción de los medios y de las industrias de la publicidad; en verdad, el paisaje americano es producto de muchos paisajes pequeñitos, cada uno con su genio local, de modo que sólo los ignorantes reducirán “los rojos triásicos de la meseta de Colorado… la luz aguda y fantasmal de los cayos de Florida… y los suelos eólicos del sur de Minnesota” a una única geografía. Los valles de Kentucky y Virginia Occidental, continúa López, no deberían ser intercambiables, ni deberían serlo el río Green en UTA y el río Salmón en Idaho. El periodismo contemporáneo se ha desviado hacia ese tipo de suposiciones acartonadas y de generalizaciones mediocres de las que abjura López.
El periodismo necesita de manera desesperada volver al terreno, a la clase de descubrimiento de lo local hecha en solitario y de primera mano, más relacionada con la antigua literatura de viajes. La literatura de viajes es más importante ahora que nunca como medio para revelar la vívida realidad de los lugares que se pierden en la música de ascensor de las emisiones de 24 horas. De por sí, escribir literatura de viajes es una ocupación de bajo perfil, que se ajusta más al formato de los suplementos dominicales. Pero también es un vehículo apto para llenar el vacío del periodismo serio: por ejemplo, al rescatar temas como el arte, la historia, la geografía y la alta política de la jerga y el oscurantismo de la academia, pues los mejores libros de viajes siempre han tratado sobre viajes y algo más. The Stones of Florence Las piedras de Florencia (1959), de Mary McCarthy, y The Station La estación (1928), de Robert Byron, tratan sobre el arte del Renacimiento y del Imperio bizantino, respectivamente. The River War La guerra del río (1899) de Winston Churchill y Los siete pilares de la sabiduría (1926) de T. E. Lawrence emplean tanto la experiencia del viaje como el estudio de la geografía para explorar la guerra y el arte de gobernar en el Sudán de finales del siglo XIX, en el caso de Churcchill, y las técnicas de las insurgencia guerrillera en el de Lawrence. The Dessert Road to Turquestan El camino del desierto en Turquestán (1929) de Owen Lattinore en un nivel habla sobre la organización de las caravanas de camellos, y en otro, sobre las ambiciones imperiales de Rusia y China. The Southern Gates of Arabia Las puertas meridionales de Arabia (1936) de Freya Stara es una de las mejores descripciones de Yemen oriental, la tierra tribal de Osama bin Laden, que se puedan encontrar.
Stark escribe sobre rutas de caravanas que aún existen y que ignoran las fronteras, y sobre mercaderes en Yemen oriental, quienes, “después de toda una vida dedicada a amasar fortuna, se jubilan para pasar su vejez en la guerra de guerrillas de su valle”. Por tanto, ella es escéptica sobre el hecho de que la raza humana anhele tanto la paz como se afirma. Y es que descubrir lo que la gente realmente cree al contrario de lo que generalmente les dicen a los periodistas lleva tiempo y esfuerzo. Stara cita a un yemení que advierte que aunque es bueno hablar con la verdad, “es mejor saber la verdad y hablar sobre palmeras”. Como el mundo está lleno de tales hombres, Owen Lattimore, mientras viajaba por Mongolia Interior, hizo una observación que todos los periodistas deberían tomar en serio.
No hay nada que bloquee tanto a los hombres comunes como la sospecha de que le están tratando de sacar información; mientras que al superar el sentimiento de extrañeza, contarán sus cuentos como lo hacen entre sí. Entonces, de su conversación surgirá el rico tesoro en bruto de lo que para ellos es la verdad de sus vidas y sus creencias, sin que vicie e el intento de refinarlo torpemente, acomodando las palabras a lo que quiere oír el interlocutor.
Sólo escuchar a la gente, sus historias en vez de interrumpirla para hacer preguntas entrometidas, descorteses, constituye la esencia de éstos y de todos los buenos libros de viajes.
Aprendí esto en Grecia hace más dos décadas mientras intentaba entrevistar a un refugiado que acababa de huir de la Albania estalinista. Yo tenía una lista de preguntas para hacerle a este refugiado, pero en lugar de eso él prefirió contarme la historia de su vida. Fue sólo después de escucharlo durante varias horas cuando empezó a soltar la información que yo buscaba.
Pero un acercamiento tan parsimonioso va en contra de la práctica corriente del periodismo de hoy. La reportería le da la importancia a la entrevista entrometida, grabada; la literatura de viajes da importancia al arte de la buena conversación y a la experiencia de cómo se llega a ella en primer lugar. Desde hace tiempo es un cliché de los corresponsales decir que el diez por ciento del periodismo en Africa consiste en hacer entrevistas y el noventa por ciento en los rollos y aventuras en que hay que meterse para conseguirlas. Pero mientras lo primero cabe dentro de las estrictas limitaciones de los artículos noticiosos del día, lo último nos dice muchísimo más sobre el continente.
El escritor de literatura de viajes sabe que la gente es menos auténtica cuando está ante una grabadora. Nunca podrás entender verdaderamente a alguien si le haces una pregunta directa, especialmente a alguien que no conoces muy bien. En vez de interrogar a los extraños, que es lo que los reporteros hacen en esencia, el escritor de literatura de viajes conoce a la gente y la muestra como ella se muestra a sí misma. Después de haber estado con un batallón de marines durante varias semanas en Irak, noté que de repente dejaron de decir vulgaridades cuando unos periodistas llegaron y encendieron sus grabadoras. Fuera cual fuera la realidad de los marines frente a los periodistas, ellos eran menos reales de lo que habían sido antes.
La literatura de viajes enfatiza la soledad. La mejor escrita, literaria o periodísticas, se da en las circunstancias más solitarias, cuando un autor encuentra la evidencia de primera mano sin que nadie de su grupo social, económico o profesional esté cerca para ayudarlo a filtrarla o, por lo demás, a condicionar sus opiniones. Las obras de Williams Faulkner, según Malcolm Cowley, “son los libros de un hombre que cavila sobre la literatura, pero que por lo general no la discute con sus amigos; no hay nada cómodo en ellos, ni una sensación de que tras ellos haya un gusto pulido por los argumentos y un contexto de opiniones es común”. Oficialmente, el periodismo persigue esa misma independencia de pensamiento y experiencia. Pero mientras la literatura de viajes exige una travesía horizontal a otro espacio geográfico, al igual que una travesía vertical de cierta duración fuera de la propia subcultura, se espera que los periodistas de oficio que han evolucionado hasta convertirse en una casta profesional hagan de manera sutil todo lo contrario. Ellos van de un seminario a una conferencia y de una cena a la otra, siguiendo un patrón que promueve la uniformidad en vez de la diversidad de puntos de vista. Incluso cuando están en el extranjero, los reporteros se sienten más cómodos andando juntos. Van a los mismo bares de los hoteles y restaurantes, hasta el punto de que estos lugares se vuelven emblemáticos de una época particular de la reportería, como el famoso bar del Hotel Commodore en Beirut a los ochenta. Esto engendra gratas, pero no experiencias variadas.
La mejor literatura nos prepara par entender cómo es un lugar en realidad y, consecuentemente , le da al lector que nunca viajará allí un retrato fiel del mismo. En Liberia (1999) de Colin Thubron, ofrece una imagen mucho más emocionante de la disolución rural de Rusia después de la caída del consumismo y del advenimiento abrupto de la democracia de Boris Yeltsin que la cobertura de los periódicos más prestigiosos de la época, centrada en Moscú. Si quieren saber cómo le está yendo de verdad al Africa subsahariana, olvídense de los periódicos y lean Dark Safari (2003), de Paul Theroux, que demuestra cómo las observaciones finamente elaboradas de la gente y los paisajes ofrecen el mejor tipo de análisis político y social. Theroux describe las paradas de bus y las estaciones de tren, las fronteras sin ley y las pesadillas urbanas, al igual que la belleza, la honestidad y la amabilidad individuales. Cualesquiera sean los prejuicios de Theroux y Thubron, por lo menos son el resultado del contacto directo con la evidencia incontaminada por un clero de especialistas arrejuntados en las capitales extranjeras más cercanas. Como dijo Jack London: “Ellos fueron directo a la fuente, rechazando el material que había sido filtrado por otras manos”.
Los periodistas pertenecen a un élite de opinión obsesionada con la política hasta el punto de excluir casi todo lo demás que ocurre en un país y en el exterior. Por tanto, cuando cruzan el mar, gravitan hacia los generadores de noticias en las capitales extranjeras, que tienen fijaciones similares a las de ellos. Por ejemplo, los reporteros intercontinentales tienen una obsesión por cubrir elecciones. Pero con la democracia tiene menos que ver con las elecciones que con la construcción de instituciones un proceso lento que rara vez se traduce en hechos noticiosos, una región como Africa sería en gran medida un espacio en blanco si no fuera por los libros de viajes. Muchos artículos van contra esta tendencia, pero estoy hablando de la tendencia, no de las excepciones.
Los libros de viajes transmiten lo verdaderamente importante de una sociedad. Como ejemplo, el Jardín de los valientes en guerra (1980), de Terence O`Donnell, sobre Irán, donde él observa que en farsi no hay una palabra que signifique “romántico” ni otra que signifique “realista”: “Ningún iraní limitaría de tal manera su sentido del mundo siendo lo uno o lo otro”. El puritanismo de los oyatolás, agrega él, ha sido una reacción al hecho de que muy en el fondo los iraníes son sibaritas. Los corresponsales internacionales, es cierto, hablan sobre estas cosas, en libros que por lo general han escrito tras pedir una licencia.
Si hay alguien que se merezca una medalla de servicio a la comunidad por correr el velo que oculta a las sociedades lejanas, son menos los editores de los principales periódicos y revistas que los de las guías Lonely Planet y Rouge Guides. Estas dos series combinan la profundidad histórica y cultural con la investigación intrépida y solitaria de jóvenes viajeros que llegan a cada rincón remoto en un determinado país; y a medida que le informan al lector sobre dónde quedarse y dónde comer, dicen bastante sobre la salud pública, el crimen, la economía y la política en una sociedad. En los noventa, cuando era particularmente difícil conseguir visa para viajar a Irán y casi toda la información sobre ese país salía de seminarios en Washington, lo que más servía para saber del tema era leer Iran: A Travel Survival Kit (Irán: guía de supervivencia) de David St. Vincent, publicado en la serie de Lonely Planet.
Lo que estas guías ofrecen, antes que nada, es un contexto geográfico, que es lo que con demasiada frecuencia se echa de menos en el periodismo contemporáneo. Por ejemplo, ¿cuántas personas saben que Abu Garrid no es sólo una cárcel, sino también un pueblo al occidente de Bagdah con uno de los peores índices de delincuencia común en Irak? ¿Y que sólo parte de las instancias se usan como prisión; pues la otra es una base militar para, entre otras cosas, vigilar esa zona infestada de violencia? ¿Cuántas saben que una de las razones de la violencia en la zona de Abu Ghraib-Faluya es que está ubicada al occidente de Bagdad, sobre la milenaria ruta de comercio con Siria, lo que promueve tanta la independencia como el contrabando?.
Ni el periodismo ni la literatura de viajes son temas reales. Más bien, son medios para comunicar temas reales. Quienes escriben sobre viajes están cada vez más conscientes de esto, a medida que los libros de viajes se convierten en un mecanismo para explorarlo todo, desde la política hasta el vino, pasando por la arqueología e incluso el origen de los colores: Color: A Natural History of the Palette (El color: una historia natural de la paleta) (2002), de Victoria Finlay, es un libro de viajes maravillosamente innovador. Sin embargo, los periodistas han tomado la dirección contraria, cada vez más interesados en su no campo, en la escritura de prensa, en estudiar y, por lo general, en obsesionarse más y más consigo mismos.
La reportería una de las profesiones más antiguas de la historia, aunque se haya conocido bajo distintos nombres sobrevivirá y prosperará, mientras que el periodismo en tanto disciplina respetada, está bajo la amenaza de desvanecerse como otra rama de la industria del entretenimiento. ¿Cómo va a sobrevivir la buena reportería? Hombres y mujeres particulares se alejarán de la multitud se irán lejos de los paneles y los seminarios, los cursos y las conferencias, lejos de los lugares de reunión de los escritores y las redes virtuales para cultivar la soledad. Ellos se exigirán a sí mismos no escribir una sola palabra sobre un sitio o un tema sin antes haberlo conocido de primera mano. Y harán esto por curiosidad, pues mientras la ilusión de conocimiento aumenta todos los días, la realidad de dos lugares mismos es cada vez más misteriosa.
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